Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 22 octubre 2006
I lectura: Is 53,10-11; salmo 32; II lectura Heb 4,14-16; Evangelio: Mc 10, 35-45
Sabéis que hace algunos años unos teólogos, expertos en la sagrada escritura, a los que les presentamos las cartas de Dios que trae aquí la Madre de la Eucaristía, tras haberlas leído con atención y espíritu crítico, han afirmado que están llenas de referencias contenidas en la Sagrada Escritura. Si habéis seguido con atención la carta de Dios que la Virgen nos ha dado hoy y luego las lecturas, tendríais que haber llegado a la conclusión de la homilía de hoy, como ha ocurrido tantas otras veces, la ha hecho la Madre de la Eucaristía. De hecho, la Virgen ha explicado los conceptos de manera más sencilla de lo que puedan ser recogidos aquí, sobre todo en la carta de Pablo a los hebreos, pero los ha desmenuzado de tal manera y hecho accesibles a todos que, si habéis estado atentos, deberíais haber llegado a las mismas conclusiones a las que llegaréis al final de la homilía. ¿Cuál es el tema central de hoy? Es Jesús que padece y muere para expiar los pecados de todos, para que todos puedan convertirse en hijos de Dios. Pues bien las lecturas de hoy ponen inmediatamente de relieve dos conceptos fundamentales: que Cristo es al mismo tiempo sacerdote y víctima y que continúa ejerciendo su ministerio en beneficio de la Iglesia.
“Puesto que tenemos un gran sumo sacerdote, que ha penetrado en los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, permanezcamos firmes en la fe que profesamos. Pues no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, ya que fue probado en todo a semejanza nuestra, a excepción del pecado. Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y hallar la gracia del auxilio oportuno” (Heb 4,14-16).
Pablo, y sobre esto tenemos que insistir porque es palabra de Dios, no dice que hemos tenido un sacerdote extraordinario en el pasado, sino que lo tenemos en el presente, un presente que prosigue en la historia de la Iglesia. La expresión “tenemos un gran sumo sacerdote”, se puede atribuir a todos los que han estado presentes y han nacido desde el comienzo de la Redención, desde el día de la muerte de Cristo hasta hoy. “Tenemos un gran sumo sacerdote” lo podían decir los apóstoles, los discípulos, pero, después de veinte siglos, lo podemos decir también nosotros. Como he afirmado y además he escrito tantas veces a los grandes hombres de la Iglesia, Cristo, y esto se desprende de la Sagrada Escritura, nunca se retiró, nunca abdicó de su papel; la Iglesia es de Cristo, la Iglesia está fundada por Cristo, la Iglesia está bajo el poder de Cristo. Todos los que forman parte de la Iglesia, desde el que ocupa la máxima autoridad al que es inferior en la jerarquía eclesiástica, tienen que estar delante de Cristo en una situación de sumisión, de obediencia y de docilidad. ¿Quién es el sacerdote? Es aquél que une a Dios y al hombre. El término Pontífice quiere decir el puente que une las dos orillas donde fluye el mismo río. Por tanto para llegar a Dios, recibir la gracia de los sacramentos y la Comunión, tenemos que servirnos de los que ejercen el poder sacerdotal y tienen la posibilidad de ponernos en contacto con Él. ¿Quién más que nadie tiene el poder de ponernos en contacto con Dios? Es Cristo y por tanto no podemos prescindir de Él. Aquellos que afirman que Cristo ha delegado todo a la autoridad eclesiástica y casi se ha retirado en buen orden demuestran que desconocen las Escrituras o que tienen mala fe. Estos saben muy bien cómo están las cosas, pero dicen lo contrario porque, por sus elecciones, por lo que quieren lograr, es conveniente ignorar lo que Dios quiere. Pongámonos bien en la cabeza que sin Cristo la Iglesia no resistiría ni siquiera un minuto, porque los hombres en veinte siglos no han hecho otra cosa que tratar de destruirla. Os he citado varias veces la frase que el cardenal Gracias refería a los enemigos de la Iglesia pero que yo aplico sin embargo a lo que deberían sostenerla: “La Iglesia sigue enterrando silenciosamente a sus sepultureros”. Por lo tanto Cristo es el sumo sacerdote, esta verdad la tenemos que mantener inalterada en nuestro corazón y la tenemos que manifestar. Tenemos que manifestar y defender todas las verdades de fe y una de las verdades de fe es esta, tenemos que tener el valor de decirlo, de repetir, de contrastar todo lo que se dice de manera diferente de la verdad de fe. ¿Habéis oído lo que ha dicho hoy la Virgen? “Si os dicen algo que es contrario a la Sagrada Escritura, con las cartas de Dios, o bien saludáis y os vais, si no estáis a la altura de la situación, o bien os paráis y lucháis por reafirmar la verdad”. Es exactamente lo que habéis hecho en la gran misión durante la cual habéis experimentado la ignorancia y la poca preparación de muchos y la mala fe de otros. Cristo es siempre la cabeza de la Iglesia, es un punto firme de la Sagrada Escritura. La Iglesia tiene que estar con Cristo y ponerse ante Él en una situación de escucha y de sumisión. Jesús, sumo sacerdote, comprende todas las debilidades humanas, no está limitado en el tiempo como los sumos sacerdotes del antiguo testamento, sino que tenemos que considerar un tiempo que traspasa los siglos y llega directo al fin del mundo. Cristo es sumo sacerdote, pero Cristo es también víctima y vosotros tendríais que recordar que Cristo es también víctima cada vez que veis la hostia consagrada. ¿Sabéis qué significa la palabra “hostia”? Significa víctima. No debería ser difícil para vosotros, cuando estáis frente a la Eucaristía, tener claro el concepto de que estáis ante la hostia consagrada y santa y que estáis ante la víctima divina, que estáis delante del primer, eterno y sumo sacerdote. Que Cristo es víctima ya está claro por el Antiguo Testamento, sobre todo leyendo a Isaías.
“Pero el Señor quiso destrozarlo con padecimientos. Si él ofrece su vida por el pecado, verá descendencia, prolongará sus días, y la voluntad del Señor se cumplirá gracias a él. Después de las penas de su alma, verá la luz y quedará colmado. Por sus sufrimientos mi siervo justificará a muchos y cargará sobre sí las iniquidades de ellos” (Is 53,10-11). De hecho, es impresionante leer a Isaías, no solo este pasaje, sino también los siguientes, donde habla de Cristo y donde describe con detalles los sufrimientos, el padecimiento que encontrará el siervo de Yahveh. Mirad, saboread, gustad las palabras: “Despreciado, desecho de la humanidad, hombre de dolores avezado al sufrimiento” (Is 53, 3). Dios quiso que todo esto se supiese siete siglos y medio antes de que Cristo naciese y que se hablase de Su Hijo como “hombre de dolores, avezado al sufrimiento, pero plació al Señor quebrantarlo con dolencias”. El término “plació” significa que ésta era Su voluntad. Pero ¿Cuáles fueron las consecuencias de este sufrimiento? Lo ha dicho hoy la Virgen; releed la carta de Dios. Ha sufrido por todos y sobre todo por los pecadores, y reflexionad sobre las palabras de Isaías: “Si se da a sí mismo en expiación por los pecados, verá descendencia, alargará sus días (el sacrificio, hasta el fin del mundo), y la voluntad del Señor se cumplirá gracias a él” y, después de su sufrimiento y muerte, vendrá la luz, es decir, la Resurrección: "Por las fatigas de su alma, verá luz… justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará". Por tanto en Isaías, para quien es capaz de comprenderlo, se encuentra profetizada la Santa Misa que es pasión, muerte y resurrección de Cristo. ¿Habéis comprendido, pues, por qué tenemos que ser agradecidos a Dios? Porque nos pone a disposición las riquezas que están en Él y que se manifiestan de muchas maneras. Hoy por ejemplo se manifiesta a través de Su Sabiduría, que puede haberle otorgado a uno de vuestros hermanos para que podáis gozar de Su palabra. Cristo es sumo y eterno sacerdote y víctima, pero Cristo ha llamado también a los hombres a colaborar con Él. Vayamos ahora a comentar el fragmento del Evangelio.
Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se le acercaron y dijeron: «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir». Él les dijo: «¿Qué queréis que haga por vosotros?». 37 Y ellos dijeron: «Que nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu gloria». Jesús les dijo: «¡No sabéis lo que pedís! ¿Podéis beber el cáliz que yo beberé o ser bautizados con el bautismo con que yo seré bautizado?». Ellos contestaron: «¡Podemos!». Jesús les dijo: «Beberéis el cáliz que yo beberé y seréis bautizados con el bautismo con el que yo seré bautizado, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo; es para quienes ha sido reservado». Los otros diez, al oír esto, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús los llamó y les dijo: «Sabéis que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen con su poderío. Entre vosotros no debe ser así, sino que si alguno de vosotros quiere ser grande que sea vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero que sea el servidor de todos; de la misma manera que el hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos» (Mc 10,35-45).
Tratemos de destacar algunos apóstoles, casualmente los mismos que la Virgen siempre había mencionado anteriormente: Pedro, Pablo, Santiago y Juan. ¿Sabéis qué tenían en común estos cuatro apóstoles? Eran impetuosos. El mismo Jesús llamará a los dos hermanos Santiago y Juan hijos del trueno, justamente por esa impetuosidad suya, y la impetuosidad es típica del que vive en la verdad, es como un río que avanza y lanza por los aires cualquier barrera que estorbe su camino. El impetuoso es el que tiene una fuerte personalidad, no es uno que es esclavo de su debilidad sino uno que se sirve de la fuerza para realizar los designios de Dios. Pero tampoco confundáis nunca al bueno y al santo con el que es melifluo; ningún santo ha sido tal o se ha manifestado a través de la melifluidad, todos los santos se han manifestado como el Cristo fuerte, el Cristo infinitamente bueno, el Cristo que ama infinitamente, pero también el Cristo de palabras fuertes como “ay”, o “vete Satanás”. Si hablamos de impetuosos, el primero y más grandes es justamente Él pero por los motivos que os estoy hablando. Santiago y Juan, los dos hermanos, se acercaban al Señor para pedir algo. El Señor destaca la condición indispensable para poder estar por toda la eternidad disfrutando junto con Él, de la alegría del Paraíso, Cristo les pide: ¿podéis sufrir, podéis beber el cáliz que yo bebo, el cáliz del sufrimiento, podéis recibir el Bautismo que yo recibo, el Bautismo del dolor, de la pasión? Ellos dicen que sí, entonces el Señor, apenas dicen que “sí, lo podemos beber”, tuvo un movimiento de delicadeza y floreció en Sus labios una sonrisa, porque vió que las respuestas por parte de estos apóstoles, que habían manifestado su voluntad de seguirlo para siempre, eran auténticas y sinceras. Los demás apóstoles no comprendieron todo esto, pero Jesús lee en el corazón. También aquí sobresale otra reflexión: ¿cuántas veces juzgamos por las apariencias, por el exterior? ¡Si supierais cuántas cosas hay debajo! Declaramos santas personas que irán al infierno, declaramos llenas de imperfecciones personas que irán al Paraíso en cuanto mueran. ¿Y por qué? Porque todavía tenemos ciertas categorías mentales que nos da una devoción falsa e inútil que cree que el santo es el que tiene las manos juntas, cuello torcido y sonrisa estúpida en los labios. No es este el santo ¡olvidadlo! El santo es aquel que tiene fuerza impetuosa que viene de Dios y lucha contra el mal para derrotarlo. Éste es el santo, aunque en su obra apostólica pueda ser duro, porque tiene que ser duro. Un médico o un padre que es blandengue con sus propios pacientes o hijos no los sanará si es un doctor, no los educará si es un padre. Así pues hoy tengo que decir a mis hermanos, sacerdotes y obispos que, si quieren estar en la eternidad con Cristo, tienen que vivir su sacerdocio pagando en persona, sufriendo si es necesario, llorando si es necesario, derramando lágrimas si es necesario. Si no hacen esto y se labran una vida llena de comodidades, conveniencia, riqueza, una vida en la que su único objetivo es conquistar asientos y poder, digo, a la luz del Evangelio, ay de ellos, porque ya han recibido su recompensa, y en el momento de su juicio escucharán las palabras de Cristo fuertes y poderosas: “Id al fuego eterno preparado desde la eternidad”. Esto es el Evangelio, esta es la palabra de Dios, no tiene que estar teñida de afectación sino que tiene que ser comunicada en su auténtica verdad, fuerza y poder. Esto es lo que enseña Cristo, esto nos ha enseñado hoy aquella a la que invocamos como Madre y maestra, esto tenéis que hacer si queréis ser como quiere Cristo, es decir pequeñas hostias, pequeñas víctimas. Recordad que también en los signos brillan estos conceptos: la gran hostia es Cristo, el sumo y eterno sacerdote, es el sacerdote hombre cuando es uno solo con Cristo, las pequeñas hostias sois vosotros. Pero si comulgáis y rechazáis esta realidad de ser hostias, de ser víctimas de la Eucaristía, habéis comprendido poco. Así pues, tratad de comprender más invocando al Espíritu Santo, porque estas cosas para ser comprendidas y sobre todo para ser realizadas tienen necesidad de una comprensión humana, de alguien que lo exponga de manera clara para que las podáis interiorizar, pero para ser realizada tiene necesidad exclusivamente de la ayuda y de la gracia de Dios, que yo invoco sobre vosotros abundante y copiosa durante todos los días de vuestra vida.