Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 23 marzo 2008
I lectura: At 10,34a.37-43; II lectura: Col 3,1-4; Sal.117; Evangelio Jn 20,1-9.
La Resurrección constituye la centralidad de la Pascua. Pablo afirma que si Cristo no hubiese resucitado, nuestra fe sería vana y ante estas palabras nos inclinamos reverentes. La Resurrección manifiesta claramente que Cristo es Dios y que lo que ha realizado ha sido para beneficio de toda la humanidad. Para que se cumpliese la Redención de todos los hombres, habrían sido suficientes las pocas gotas de sangre derramadas por Cristo en el momento de la circuncisión. Cristo, de hecho, es verdadero Hombre pero también es verdadero Dios y cada situación humana suya, incluso la más modesta, cada pequeño sacrificio suyo, tiene un valor redentor infinito. Él es Dios y todo lo que se refiere a Él tiene un alcance universal y un valor infinito.
La pregunta que surge entonces es: "¿Por qué tanto sufrimiento?". Después de los ocho días de su nacimiento, todos los niños judíos eran circuncidados, por tanto, todos soportaban el mismo sufrimiento afrontándolo con igual intensidad. Considerado esto, ¿cómo habría podido Jesús hacernos comprender el enorme valor de Su amor por nosotros, derramando pocas gotas de sangre, o cuántos de nosotros habríamos aceptado y creído que pocas gotas de sangre habrían sido suficientes para llevar a cabo la Redención? La dramática realidad, revelada privadamente hace años, es que, a pesar de todo este sufrimiento, muchos laicos, y también muchos sacerdotes, no creen en la Resurrección.
Para nosotros son más claros ahora los motivos por los que Dios no interviene cuando se encuentra ante una multitud de ministros sagrados que no creen, no aprecian y no aceptan lo que él ha realizado con tanto sufrimiento y con tanto sacrificio, culminándolo todo con la Resurrección.
Por el momento detengámonos ante el Cristo que ha sufrido de manera inaudita y tremenda.
El Jueves Santo, el Señor instituyó la Eucaristía: Jesús Sacerdote se ofrece víctima y se da a Sí mismo completamente. En la Pascua judía el cordero tenía que ser consumido íntegramente y los huesos quemados, no tenía que quedar nada y este es el símbolo del sacrificio total de Cristo. Él se ha dado completamente, cada parte de su cuerpo, cada pequeña porción de su piel ha sido rasgada, ha perdido sangre, ha sido golpeado y humillado. En esto se ve y se comprende el amor, ante esto podemos emocionarnos, conmovernos y cambiar: Cristo instituye el sacrificio.
Ahora refirámonos a la Eucaristía. Cristo está vivo y presente en la Eucaristía, porque la Eucaristía es sacrificio, comunión y presencia. El Jueves Santo también la Virgen estaba presente durante la institución de la Eucaristía y la recibió. Jesús Eucaristía entró en el corazón de su Madre y permaneció vivo en María incluso cuando lo mataron y murió por nosotros. La única persona que ha acogido y conservado a Dios, el Cristo, ha sido su Madre. No es de extrañarse porque para Dios todo es posible. María ha sido redimida porque le han sido aplicados anticipadamente los méritos de la Pasión y Muerte de Cristo. Esto ha sido enseñado por Pio IX en la Bula “Ineffabilis Deus”, con el que ha instituido el dogma de la Inmaculada Concepción, porqué para Dios presente, pasado y futuro no tiene diferencia. Mientras en los Apóstoles, la presencia eucarística permaneció mientras duran las especies eucarísticas del pan y del vino en su cuerpo, en María las especies eucarísticas se conservaron; es decir Jesús estaba vivo y presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en Su Madre, tanto el Viernes como el Sábado Santo.
Cuando Jesús murió en cruz, nos cuenta Mateo, la tierra tembló, las rocas se abrieron, el velo del templo se rasgó en dos partes y todo esto asustó hasta tal punto al centurión, jefe de los soldados que habían conducido a Jesús hasta el Gólgota, que le hizo exclamar: “Este era verdaderamente Hijo de Dios” (Mt, 27, 51-54). La tierra reaccionó con terror y tembló violentamente delante del Creador muerto por las criaturas que poseen inteligencia y corazón. En la realidad ultra terrena la situación es diametralmente opuesta. Cuando Cristo murió en la tierra descendieron las tinieblas y hubo miedo, en el más allá ocurrió algo distinto.
Hablemos de lo que ocurrió en los infiernos, que no es el infierno como nosotros lo entendemos, sino el lugar y la condición de aquellos justos del Antiguo Testamento que esperaban al Mesías y la redención obrada por Él. En el momento en el que Cristo murió, los infiernos se iluminaron con una luz maravillosa, se oyó un canto embriagante y se desencadenó una gran alegría: los que estaban allí, y muchos estaban allí desde hacía siglos, esperaban a Jesús para ser introducidos al Paraíso. Estaban los patriarcas como Abraham, Isaac y los profetas, muchos de los cuales habían sacrificado su propia vida, santos como el rey David, santos sacerdotes como Aarón, no sólo los pertenecientes al pueblo judío sino también todos los nacidos antes que empezase la historia de aquel pueblo. Millones de almas pasaron de los infiernos al Paraíso y con esto comprendemos los beneficios y la grandeza de la Redención. Como a María, inmune de pecado y llena de gracia, le fueron aplicados anticipadamente los méritos de su Hijo, desde el primer instante de su concepción, así todos los justos del Antiguo Testamento, incluso los no judíos, pero respetuosos de las leyes naturales, con la ayuda de Dios, solicitados anticipadamente de la Redención, de la Pasión y Muerte de Cristo, se salvaron y fueron al Paraíso. Esto significa que Jesús, con Su Pasión y Muerte, salvó millones de almas antes de que naciese, padeciese, muriese y resucitase. Jesús desciende a los infiernos y se lleva consigo a una inmensa multitud que es acogida en el Paraíso por el Padre, por el Espíritu Santo y por todos los ángeles en la celebración de alabanza al Crucificado, el Redentor. Jesús, que estaba presente en la divinidad y en el alma, ya que el cuerpo estaba en la tumba, se unió a la Trinidad, para que los redimidos del Antiguo Testamento pudieran rendir el honor, el homenaje y el culto a Dios Uno y Trino, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. El cuerpo de Cristo estaba en la tumba y Jesús en Cuerpo, Sangre y Divinidad estaba vivo en aquellos días en el corazón de Su Madre, la única persona que creía y esperaba la Resurrección. Los Apóstoles, a los cuales Cristo les había hecho catequesis, habían olvidado o no habían comprendido que María conversara con su Hijo y estuviera siempre unida al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Por esto es imposible pensar que María no hubiera asistido a la entrada triunfal de su Hijo en el Paraíso. Nadie podría afirmar lo contrario. Si Dios permitió la entrada al Paraíso a las criaturas, como bien sabéis, tampoco pudo impedirlo a la llena de gracia.
Esto que os diré ahora me pone un poco en dificultad. Vosotros sabéis que la Virgen dijo, hace dos años, en los mensajes públicos, que a la muerte de Marisa yo la acompañaría al Paraíso y luego volvería a la tierra. Si Dios me ha concedido este privilegio a mí, os hablo de ello no por orgullo sino para que comprendáis bien, con mayor razón lo concedió a María. Ella es la criatura más santa y más cercana a Dios por eso podemos afirmar que también María participó en este cortejo triunfal. Tenemos que imaginar la escena: Jesús en el centro, la Virgen a un lado y José al otro, la familia de Nazaret reunida en la gloria del Paraíso. María, en bilocación, estuvo en el Paraíso durante todo el tiempo en que Jesús permaneció en la divinidad del alma. Cuando llegó el momento establecido por Dios Padre de la Resurrección, Jesús con la Trinidad descendió del Paraíso y María estaba delante del Señor, la única persona que vio lo que ocurrió realmente. Ni los soldados, ni las pías mujeres, ni los Apóstoles asistieron a la Resurrección. Tal como la Muerte ocurrió en el temor de la naturaleza también la Resurrección ocurrió en el silencio de la naturaleza y en la gloria de Dios. Todo el Paraíso estaba allí, delante de la tumba que en un determinado momento se llenó de una luz inmensa y divina. Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, pasa a través de los impedimentos de la roca. Nosotros sabemos que, desde aquel momento, en diversas ocasiones, se presentó a algunas personas y nosotros tenemos que arrodillarnos delante de Él, junto a su Madre que adora a su Hijo y lo proclama Hijo de Dios y su Hijo, su Redentor y Salvador.
María está agradecida porque sabe que, si en Ella no está el pecado original ni la más mínima sombra de pecado o cualquier imperfección, lo debe también a la Muerte y a la Pasión de su Hijo; es Ella la que da las gracias al Hijo como Madre Inmaculada, preservada del pecado original, porque Él ha padecido y muerto también por Ella.
Este concepto ha permanecido durante siglos en la oscuridad a la comprensión y a la inteligencia humana, y después de veinte siglos Dios decide darlo a conocer a los hombres de la manera más sencilla. Como entonces escogió a los pastores, los más débiles, los menos creíbles y no a los sacerdotes o a los doctores de la ley para difundir la noticia del nacimiento del Mesías, también hoy escoge a los humildes y a los pequeños para dar a conocer estas verdades, estos acontecimientos que no se cuentan en el Evangelio pero que forman parte de la revelación privada que viene siempre de Dios. Nosotros somos los últimos y a quién nos los recuerda con arrogancia nosotros respondemos: “Somos los últimos pero también sabemos que los últimos serán los primeros”. Lo veremos cuando ocurra lo que tantas veces el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo nos han dicho. Recordemos siempre que todo el bien, la gracia, el amor que está presente en el mundo no viene de los hombres sino de Dios, al que dirigimos en este momento la alabanza, nuestro gracias y nuestro agradecimiento. Dios nos ha sorprendido y confundido porque todavía una vez más se ha realizado lo que está escrito en Isaías: “Como dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros” (Is 55, 9). El camino de Dios es por tanto el único y verdadero que nos lleva a la conquista de la plena verdad, de la eternidad y de la unión, del goce eterno. Todo vale a los ojos de Dios para el renacimiento de la Iglesia y para la salvación de las almas.