Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 23 abril 2006
II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia (año B)
I lectura: Hch 4,32-35; Salmo 117; II lectura: 1Jn 5,1-6; Evangelio: Jn 20,19-31
Las lecturas y el canto de introducción de la Misa han suscitado una gran cantidad de pensamientos y reflexiones. La Sagrada Escritura, como Palabra de Dios, suscita reflexiones muy hermosas y profundas por lo que, aunque leamos cada vez el mismo fragmento, nos parece nuevo y cada vez más rico. Yo os digo lo que se me ha dado a mí.
Las primeras dos lecturas, si fueran puestas en práctica verdaderamente, harían renacer la Iglesia en un corto espacio de tiempo.
La segunda lectura está tomada de la primera carta de San Juan apóstol e indica de manera clara y precisa cuáles son las características del cristiano que quiere sentirse verdaderamente Hijo de Dios y unido a Él.
La primera lectura, tomada de los Hechos de los apóstoles, indica cuáles son las características de cada comunidad cristiana y de cada Iglesia, tanto la particular como la universal. Si los pastores también cuidaran estas características, la Iglesia renacería encontrando su rostro luminoso y joven, sin arrugas ni sombras.
Vamos por orden. La primera expresión que a algunos puede parecer incomprensible, repite la gran enseñanza de Cristo según el cual hay que unir de modo indisoluble el amor a Dios y el amor al prójimo. No puede haber un solo amor, no puede haber quien diga que ama a Dios y después no ama al prójimo ni puede haber quien ame al prójimo pero no ama a Dios. Estos dos amores están unidos y son indisolubles, lo dice la palabra de Dios: el que ama al que ha engendrado, ama también al que fue engendrado por Él; quien ama a Dios ama también a los hijos de Dios porque todos los hijos de Dios son engendrados por Él.
A menudo, nosotros, los pastores, sacerdotes y obispos, nos limitamos a hacer homilías que puedan impresionar la mente, suscitar fuertes emociones pero si nos limitamos solo a habar del amor sin vivirlo, somos actores y, en cuanto tales, las duras palabras de Cristo que nos señala como hipócritas pueden ser dirigidas a nosotros.
El hipócrita es el que muestra lo que no es. Si amo de verdad, no puedo evitar amar a Dios y al hombre. Cuando se ama y cuando en nosotros hay amor, y esto lo habéis oído muchas veces de mí, amamos a todos, también a los que nos han hecho sufrir. Si en mí no hay amor, no amo a nadie. Hoy, en cambio, se limita a las apariencias.
Queridos míos, no es suficiente realizar alguna obra de caridad, acariciar el rostro de los niños, ir a las casas donde están hospitalizados laicos o sacerdotes ancianos y enfermos. Estos hechos son relatados en la prensa con títulos triunfalistas; “Que no sepa la mano derecha lo que hace la izquierda”, esta es la verdadera caridad. No se tiene que buscar la presencia de las cámaras y de los fotógrafos para realizar actos de caridad, pero el modo más respetuoso para dirigirse a quien damos verdaderamente nuestro amor es en el silencio y en la discreción.
Cuando hay la gracia de Dios, dice Juan, todo se vuelve fácil: si amamos a Dios observamos los mandamientos. Respetar los mandamientos no es un empeño fácil pero donde no llega nuestra capacidad, nuestra fuerza y nuestra consistencia llega la gracia de Dios.
No podemos respetar los mandamientos sin la gracia de Dios.
“En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, en que amamos a Dios y observamos sus mandamientos. Porque el amor de Dios consiste en el observar sus mandamientos; y los mandamientos no son pesados” (1Jn 5, 2-3).
Hay que leer siempre con mucha atención la Palabra de Dios; el que tiene la gracia de Dios puede observar todos los mandamientos. Es posible respetarlos si estamos unidos a Dios, si nos apoyamos en Su gracia y si de ella somos reforzados y guiados. Esto han hecho los santos y no es una excepción en la Iglesia, sino una regla.
A aquellos que se asombraban y en parte se escandalizaban porque Juan Pablo II, en los años de su pontificado, elevó a los altares a tantos santos pertenecientes incluso a las categorías más humildes, respondemos que, en realidad, ha beatificado y canonizado pocos. De hecho, según la voluntad de Dios, todos estamos llamados a la santidad, aunque no sea declarada oficialmente, sino a una santidad auténtica y vivida en el escondimiento que nos permitirá alcanzar inmediatamente a la alegría y a la gloria del Paraíso.
Ha habido siempre contraposición entre Cristo y el mundo, entre los que siguen a Cristo y los que siguen al mundo. De aquí deriva lo que habéis visto y Marisa y yo hemos experimentado: luchas, oposiciones, calumnias, persecuciones, condenas hacia los hijos de Dios hechas por aquellos que pertenecen al mundo y no a Dios.
Recordad la hermosa oración de Jesús: “Padre te ruego por los míos que están en el mundo, pero no son del mundo” (Jn 17, 16). Del mundo pueden ser también personas que tienen birretes de varios colores, idénticos o diferentes del mío, no hay ninguna diferencia. La única diferencia es que el nacido de Dios, es hijo de Dios y conoce al Padre y lo que Él realiza, mientras que quien no viene de Dios, no conoce las obras sino que más bien las condena y las combate.
Esta es la Historia de la Iglesia desde su nacimiento, a pesar que hayan transcurrido ya veinte siglos. Daros cuenta de lo reconfortante que es esta realidad para los que están unidos a Dios y dolorosa para los que están lejos de él porque la maldad y el pecado son siempre el aspecto más negativo del mundo entero.
“Es él, Jesucristo, el que ha venido con agua y sangre no solo con agua, sino con agua y sangre” (1 Jn 5,6). Aunque en el Evangelio de Juan hay esta expresión, justo cuando Jesús está en la cruz: “Uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza y al punto salió sangre y agua. El que lo ha visto da testimonio de ello y su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis” (Jn 19, 34-35). Del costado traspasado del Señor salieron todos los sacramentos de la Iglesia y de manera particular la Eucaristía. La expresión “agua y sangre” debe recordarnos el sacrificio de Cristo en la cruz que el Señor anticipó el Jueves Santo en el cenáculo con los apóstoles. Es la Eucaristía de lo que tenemos necesidad: “Es él, Jesucristo, el que ha venido con agua y sangre no solo con agua, sino con agua y sangre” (1Jn 5,6). Cristo nos ha dado Su sangre, cada gota de Su sangre, cada desgarrón de Su carne, de Su piel tan flagelada y quitada con crueldad, Él nos lo dio todo y nos lo dio en la Eucaristía.
Hay una expresión en el Evangelio leído hoy y es un reproche que Jesús dirige a Tomás: “Después dice a Tomás: “Trae tu dedo aquí y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente”(Jn 20, 27).
En el relato del Evangelio he visto reflejada en parte nuestra historia. Los apóstoles están en el cenáculo, llega Cristo, se les muestra y los apóstoles creen porque lo han visto. Tomás no está presente, le cuentan que Cristo ha entrado con las puertas cerradas en el cenáculo, se les ha mostrados y ha instituido el sacramento de la confesión, pero en aquel momento Tomás no cree. Nosotros vemos esto en nuestra historia: hemos visto los milagros eucarísticos y hemos creído y testimoniado a los demás lo que hemos visto. Cuántos sucesores de los apóstoles se han comportado como el apóstol Tomás y no han creído. En Tomás todavía estaba presente la imagen de Cristo muerto en la cruz, acompañado y encerrado en el sepulcro y esto es un atenuante aunque Cristo les habló varias veces de la Resurrección. Los sucesores de los apóstoles, por otro lado, no tienen absolutamente ninguna excusa para su negativa.
Yo siento este grito de Cristo que está dirigido a los sacerdotes, a los obispos: “No seáis incrédulos, sino creyentes”. Para ser creyente tenemos que ir a la Eucaristía, sin poner el dedo en las llagas de Cristo o la mano en su costado sino yendo hacia el Señor que muere, resucita y que está realmente presente en la Eucaristía. Hay que amar a Jesús Eucaristía, alimentarse de su carne, beber su sangre para tener la vida eterna y la posibilidad de pensar y actuar como Dios quiere: “No seáis incrédulos, sino creyentes”. Señor, Tú no has cesado nunca de gritar de este modo, ¿pero quién recoge tu grito, tu lamento? Solamente quien tiene el corazón abierto a Tu gracia es consciente que es débil y frágil.
Las comunidades crecen espiritualmente alrededor de Cristo que ha padecido, ha muerto, resucitado y está presente en la Eucaristía; sin todo esto no hay crecimiento espiritual. Aunque en contradicción con la mentalidad humana, aquellos que están verdaderamente unidos a él de manera tan elevada y sublime pueden repetir las palabras de San Pablo: “Yo cumplo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo” (Col 1, 24).
He hablado con varios de vosotros y hemos reflexionado sobre todas las pruebas que esta comunidad está viviendo desde hace mucho tiempo, las está viviendo en el obispo y la vidente, pero también en muchos de sus miembros porque Cristo nos ha unido a él en el sufrimiento.
El Señor no une a él en el sufrimiento y en la inmolación a los pecadores sino a las personas en las que está reflejado su rostro de crucificado, aunque sea doloroso aceptarlo y dé miedo vivirlo. Creo que ninguna comunidad ha sido probaba por Dios y golpeada por los hombres como la nuestra, en parte aliviada y ayudada por las intervenciones de Dios. Debemos mirar a la Cruz y abrir el corazón a la gracia, levantar la mirada y fijarla en aquellas llagas y pensar que si Dios ha pedido eso a su Hijo ciertamente lo pide a sus otros hijos en diversa medida.
Cristo ha tenido miedo de sufrir y ha tratado de sustraerse al sufrimiento; no es una ofensa sino que significa sublimar su humanidad y sentirlo cercano a nosotros. Tengo delante de los ojos al Cristo del Getsemaní que gime, llora y grita: “Dios mío, Dios mío ¡dónde estás!”. Este es el Cristo cercano a nosotros que se inclina sobre nosotros..
Terminados los días del sepulcro Cristo resucitó en el fulgor de Su divinidad, de Su poder y Omnipotencia. Esta resurrección será también para nosotros y será tan hermosa y grande que la Virgen ha dicho que todavía no podemos imaginarla. Cierto que se prolongan los tiempos, se acentúan las dificultades, aumenta el cansancio pero yo creo que debemos cerrar filas, estar unidos, y, como está escrito en la primera lectura, debemos formar un solo corazón y una sola alma. Un solo corazón significa manifestaciones de afecto, sensibilidad, comprensión, atención de los unos hacia los otros. Una sola alma quiere decir estar todos proyectados en el bien, guiados por la gracia e iluminados por el Espíritu Santo. Esto es lo que debemos dar a la Iglesia que nace, éste es el testimonio que debemos mostrar. No creáis que solo haya enemigos que nos combaten y nos ignoran, hay también muchos que creen en este camino y que renacen justamente por el testimonio que les estamos dando. Juan Pablo II dijo: “La Iglesia siempre ha renacido por la sangre y por las lágrimas de sus hijos”.
¡Cuánta sangre y cuántas lágrimas hemos derramado! A veces era prepotente, incluso el deseo convincente de alejarse, y muchos lo hicieron. Nuestra pequeña comunidad era frecuentada por muchas almas, muchas se han ido, no sé cuál haya sido el motivo, si por cansancio o porque se vieron vencidos por la tentación o quizás porque encontraron personas que les dieron pésimos consejos, pero vosotros dejaos guiar por la gracia de Dios.
Vuestro Obispo está cansado, probado, agotado, nunca como ahora, pero veo la imagen de Jesús recorriendo los caminos que le llevarán al Calvario. Él está más cansado que yo, más desconsolado que yo, tiene un peso sobre sus hombros mayor que el mío y se desploma, cae y, con dificultad, apoyando las rodillas y los codos, se levanta y luego camina hacia el lugar donde se erigirá la cruz.
Esperemos que, en la misericordia de Dios, venga pronto el día en el que podremos entonar el Gloria con una voz tan aguda, fuerte y poderosa que resuene de iglesia en iglesia, de basílica en basílica, de diócesis en diócesis, en toda la Iglesia. El grito que hoy hacemos en voz baja, “Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera” pueda ser acompañado del canto de los ángeles, de los santos, sobre todo del canto de la Virgen, porque no hay nada más hermoso, más grande que la victoria de Jesús vivida por sus hijos que le han seguido con amor, con dulzura pero también apretando los dientes y mirando hacia lo alto.
A veces decíamos con el lamento: "Señor, date prisa y haz lo que prometiste", ahora repetidlo para que esto sea el inicio de algo hermoso y grande que no concierna solo a nuestra pequeña comunidad sino a toda la Iglesia en su totalidad. Entonces habrá pastores auténticos según el corazón de Cristo y cada sacerdote será un pastor auténtico, un apóstol auténtico que llevando en sí mismo el amor de Dios, lo sabrá dar a todos los que tengan necesidad.
Alabado sea Jesucristo.