Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 24 febrero 2008
I lectura Es 17,3-7; Salmo 94; II lectura Rm 5,1-2.5-8; Evangelio: Jn 4,5-42
III Domingo de Cuaresma (AÑO A)
En aquél tiempo, Jesús llegó a un pueblo llamado Sicar, junto a la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino, se sentó junto al pozo. Era cerca del mediodía. Llegó una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dijo: «Dame de beber». (Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar de comer). La samaritana le dijo: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». (Es que los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva». La mujer le dijo: «Señor, no tienes con qué sacarla y el pozo es profundo; ¿de dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebió él, sus hijos y sus ganados?». Jesús le respondió: «El que bebe esta agua tendrá otra vez sed, pero el que beba del agua que yo le dé no tendrá sed jamás; más aún, el agua que yo le daré será en él manantial que salta hasta la vida eterna». La mujer le dijo: «Señor, dame esa agua, para no tener sed ni venir aquí a sacarla». Jesús contestó: «Anda, llama a tu marido y vuelve aquí». La mujer contestó: «No tengo marido». Jesús le dijo: «Muy bien has dicho que no tienes marido. Porque has tenido cinco maridos, y el que ahora tienes no es marido tuyo. En esto has dicho la verdad». La mujer le dijo: «Señor, veo que tú eres profeta. Nuestros padres adoraron a Dios en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se ha de adorar es Jerusalén». Jesús le dijo «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora, y en ella estamos, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque así son los adoradores que el Padre quiere. Dios es espíritu, y sus adoradores han de adorarlo en espíritu y en verdad». La mujer le dijo: «Sé que vendrá el mesías (es decir, el Cristo). Cuando él venga, nos lo aclarará todo». Jesús le dijo: «Soy yo, el que habla contigo». En esto llegaron sus discípulos y se admiraron de que estuviera hablando con una mujer. Pero ninguno se atrevió a decirle qué le estaba preguntando o por qué estaba hablando con ella. La mujer dejó su cántaro y fue a la ciudad a decir a la gente: «Venid a ver un hombre que me ha adivinado todo lo que he hecho. ¿Será acaso éste el mesías?». Salieron de la ciudad y fueron adonde estaba Jesús. Entretanto, sus discípulos le insistían: «Maestro, come». Pero él les dijo: «Yo tengo una comida que vosotros no conocéis». Los discípulos se decían unos a otros: «¿Le habrá traído alguien de comer?». Jesús les dijo: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y completar su obra. ¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la siega? Pues yo os digo: Alzad los ojos y ved los campos ya dorados para la siega. El segador cobra el salario y recoge el fruto para la vida eterna. Así se alegra tanto el que siega como el que siembra. Porque en esto se cumple aquel proverbio: Uno es el que siembra y otro el que siega. Yo os he enviado a segar lo que no habéis trabajado. Otros han trabajado, y vosotros os habéis beneficiado de su trabajo». Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por el testimonio de la mujer, que decía: «Me ha adivinado todo lo que he hecho». Cuando llegaron los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Él se quedó allí dos días, y creyeron muchos más al oírlo. Y decían a la mujer: «No creemos ya por lo que tú nos has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y estamos convencidos de que éste es de verdad el salvador del mundo».
Esta página del Evangelio es muy hermosa y yo me detendría en ella sin ir más allá. Vosotros sabéis, porque lo he dicho varias veces, que éste es el Cristo que a mí me gusta, que me fascina, que me penetra del todo, el Cristo sediento y cansado porque me veo completamente reflejado en Él. No puedo ni mínimamente asemejarme al Cristo que habla, al Cristo taumatúrgico, al Cristo de la transfiguración, al Cristo de la resurrección y al de la ascensión, pero al Cristo que se sienta, cansado y sediento, en el borde de un pozo sí, y estoy bien en su compañía; entonces me pongo a un lado y asisto a la maravillosa escena que se acaba de leer. Jesús quiere estar solo, no quiere testimonios, es un encuentro entre Él y un alma y, con la excusa de que no hay comida, echa a todos los apóstoles. De esta página del Evangelio se saca una luz arrolladora, iluminadora que Cristo quiere que empiece en aquél pozo e impregne al mundo entero llenando todos los siglos de la historia humana. Es el Cristo que espera y se alegra en Su corazón porque sabe que aquella es una ocasión no sólo para la conversión de la mujer sino que, como hemos leído, también de otras muchas personas, de muchos samaritanos los cuales dirán a la mujer «No creemos ya por lo que tú nos has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y estamos convencidos de que éste es de verdad el salvador del mundo». Cuando se trata de salvar almas Cristo no se vuelve nunca atrás y llega a olvidar el cansancio, el hambre y la sed y empieza este encuentro tan hermoso. La mujer ciertamente se ha acercado a Cristo con reservas, ha comprendido que era un judío y entre los samaritanos y los judíos, ya sabéis que había un profunda división cuyo origen histórico se remonta a varios siglos antes; no había ninguna relación entre ellos, no sólo por motivos históricos, sino también a causa de la mentalidad de los judíos, los cuales no podían tener contacto con los samaritanos porque eran considerados impuros del mismo modo que los paganos. En caso de que un judío hubiese tenido contacto con uno de ellos, habría tenido que hacer un trabajo de purificación personal. De hecho, esta es la primera sorpresa de la mujer: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». Y eh ahí la hermosa respuesta de Cristo, “Si scires donum Dei,”, es decir “Si conocieras el don de Dios” y nos tendríamos que detener encantados sólo por esto.
Nosotros hombres nos acercamos a Cristo tantas veces sin conocer al interlocutor que nos habla, que es la persona que alimenta nuestra fe, que es la Eucaristía de la que nos alimentamos. Hoy, el hombre, después de dos mil años de cristianismo, se acerca a Cristo todavía ignorándolo como esta mujer que lo ignoraba.
Otro punto sobre el cual me he detenido y que me ha apasionado por completo es cuando la mujer habla del monte en la que surgió esta ciudad de Sicar, que corresponde más o menos a la moderna ciudad de Nablus. Bueno, lo que me gustaría destacar es lo que la mujer dice, “Nuestros padres adoraron a Dios en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se ha de adorar es Jerusalén” y Jesús da una respuesta que, según yo, quizás hoy empezamos a comprender un poco «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora, y en ella estamos, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”. No lo ha comprendido nadie, quizás ni siquiera nosotros durante dos mil años lo hemos comprendido, pero aquí Jesús profetiza el sacrificio verdadero y auténtico que es el de la Eucaristía. Nosotros afirmamos que la primera vez en la que Cristo ha hablado de la Eucaristía es el capítulo VI de San Juan, si bien es un error. Cristo ha hablado de ello incluso antes del milagro de la multiplicación de los panes, ha hablado de ello con una luz que los hombres no son capaces de acoger y lo ha hecho justamente en este fragmento del Evangelio. La adoración de la que habla y que se hace en Jerusalén es la realizada a través de los sacrificios de animales, pero éstos, por cuál sacrificio son sustituidos de manera excepcionalmente grandiosa si no es el de la cruz. Pero ¿por qué no lo ha pensado nunca nadie? Veis como a veces tenemos necesidad de la luz de Dios para comprender lo que Él mismo ha dado. Dios ha tenido paciencia durante dos mil años y ahora esta verdad se impone, tiene que imponerse y tiene que ser acogida por toda la Iglesia. “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad” ¿Cuál es el culto más alto que nosotros podemos dirigir a Dios? El sacrificio eucarístico, el sacrificio de la Misa. La respuesta es una y no hay otras y la ha dado Jesús: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas a los sabios y entendidos y se las has manifestado a los sencillos” (Mt 11, 25).
Cuántas veces la Virgen ha dicho que lo que ha sido enseñado y predicado en este sitio es más grande que las enseñanzas de los grandes teólogos. Y hoy hemos tenido una prueba. ¿Pero por qué? Porqué Dios lo ha querido, porque Él no tiene necesidad de nada. Una vez más manda a paseo ciertas hipótesis teológicas para decir “Yo soy la Verdad”, una Verdad infinita, inmensa y profunda que los hombres no son capaces de entender, pero podrán hacerlo cuando Dios les haga entender en qué consiste. Por lo tanto el mérito no es del hombre, sino solamente de Dios. Recordad cuando, con ocasión de su entrada triunfal en Jerusalén, dijo a los fariseos que se quejaban de sus discípulos que lo alababan, “Si éstos se callaran, gritarían las piedras” (Lc 19,40). Jesús ha confundido a los sabios. Dios no se ha servido de exegetas o grandes teólogos que no habrían explicado lo que Él quería, sino de una simple criatura golpeada por todos a la que dijo que lo explicara. Podría enorgullecerme, pero sería estúpido y tonto, porque es voluntad de Dios y a Él se le ha de agradecer y reconocer. Nosotros nos damos cuenta de los micrófonos cuando no funcionan, de otro modo no comprendemos la importancia de estos dispositivos. Nosotros, los sacerdotes, tenemos que ser micrófonos, nadie tiene que reparar en nosotros, sino que la que tiene que sobresalir es sólo la grandeza y la belleza de ser cristiano y de unión con Cristo. Si nosotros sacerdotes no funcionamos entonces vosotros os dais cuenta.
En la carta de Dios de hoy la Virgen ha dicho: “Hoy y mañana rezad sobre todo por los hermanos de vuestro Obispo”. El viernes pasado ya os había pedido que rezarais, la Virgen lo ha pedido para hoy y mañana porque mis hermanos se reúnen, pero no me han invitado, me han mandado sólo una comunicación para conocimiento. Esto, os lo puedo asegurar, a Dios le ha desagradado inmensamente hasta el punto de retirar de algunos de ellos la promesa que había hecho y de la que no estaban al corriente: en el futuro habría tenido que ordenar obispos a cuatro de ellos, pero Dios ha dicho: “Visto su comportamiento y su falta de caridad y de valor ninguno de ellos será ya ordenado obispo”. Pero la noticia más triste que ha habido de parte de Dios, y ésta creedme me ha lacerado el corazón, es que han retrocedido espiritualmente. Así pues, rezad por mis hermanos para que pueda encenderse de nuevo en ellos el entusiasmo de la misión sacerdotal, de la belleza del sacerdocio, del amor que tiene que dirigirse a Dios y a las almas, del valor; ya no más tácticas ni oportunismos, ya no más elecciones egoístas e interesadas, sino tener ante los ojos la gloria de Dios y la salvación de las almas. Cristo ha venido para esto. La Eucaristía enciende el verdadero amor, pero hay que acercarse a Ella con la sencillez de los pastores, de los niños, de los pequeños y de los humildes; el que se siente grande será abatido y no me gustaría que también para ellos se hagan realidad aquellas palabras que la Virgen dijo hace algunos años: “Caerán como bolos”. Deseo que puedan renacer, resurgir y sino obispos, al menos buenos, y por qué no, santos sacerdotes. Gracias si hoy y mañana, olvidando cualquier otra intención, oraréis exclusivamente por esta.
Sea alabado Jesucristo.