Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 24 septiembre 2006
I Lectura: Sab 2,12.17-20; Salmo 53,3-6.8; II Lectura: Sant 3,16 - 4,3; Evangelio: Mc 9,30-37.
“Hermanos míos, pues donde hay envidia y espíritu de contradicción, allí hay desorden y toda clase de obras malas. La sabiduría de arriba, por el contrario, es ante todo pura, pacífica, condescendiente, conciliadora, llena de misericordia y de buenos frutos, imparcial, sin hipocresía. El fruto de la justicia se siembra en la paz para los que obran la paz.
¿De dónde vienen las luchas y los litigios entre vosotros? ¿No provienen acaso de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros? Ambicionáis y no tenéis, entonces matáis; envidiáis y no podéis alcanzar nada, entonces combatís y os hacéis la guerra. No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís para malgastarlo en vuestros caprichos”. (Sant 3,16-18; - 4,1-3).
Después de las catorce cartas de Pablo, encontramos algunas cartas de autores diversos, reagrupadas: una es la de Santiago, que hoy hemos leído, después está la de Judas, dos de Pedro y finalmente tres son de Juan. A diferencia de las cartas de Pablo, que tenían destinatarios, las otras se llaman cartas católicas. El término católico significa universal, por tanto son cartas que algunos autores, inspirados por Dios, han escrito a todos, sin límites de nacionalidad.
El autor de esta carta, quizá poco conocida, es Santiago, pero los historiadores tienen dudas sobre la precisa identidad entre Santiago de Alfeo, apóstol conocido como el Menor, para distinguirlo de Santiago, el hermano de Juan y primo de Jesús, Santiago conocido como el Justo, quien se convirtió en el primer obispo de Jerusalén, asesinado en el 62.
No podemos saber con certeza cuál de los tres es el autor, pero lo que cuenta es la razón particular por la que fue escrita. El autor pertenece ciertamente al mundo judío, por tanto escribió esta carta para animar y confortar a los cristianos provenientes de la religión judía, que sufrían ofensas y persecuciones tanto de parte de los judíos como de los paganos.
Por otra parte es una carta que va dirigida contra un grupo específico de cristianos, los llamados laxos, o aquellos que negaban la necesidad de realizar también buenas obras para obtener la salvación, porque según ellos era suficiente creer. Estos habían equivocado la enseñanza de Pablo, cuando afirma que el hombre vive por la fe, de hecho el mismo Pablo muchas veces habló también de la importancia de vivir cumpliendo obras de bien.
Esta carta es un estímulo para todos, independientemente del hecho de que provenga del mundo cristiano o del mundo pagano, para afrontar serenamente todas aquellas incomprensiones que se crean en el interior de la comunidad y las persecuciones que estallan al exterior de ella.
Es una carta que me gustaría dirigir a todos los gobernantes, tanto de orden espiritual como material, político, civil y judicial, porque efectivamente si cada uno se comportara del modo que indica esta carta, todo sería más fácil, incluso dentro de las familias
Por lo general las luchas ocurren entre personas extrañas, pero existen conflictos, sufrimientos, incomprensiones, desconfianzas, obstáculos y dificultades incluso en el contexto de la propia familia, desde la restringida hasta la más amplia, que incluye a todos los familiares. Si preguntase quien de vosotros no ha tenido problemas dentro de su familia, todos tendríamos que estar con la mano hacia abajo, porque lamentablemente cuando hay celos y el espíritu de contradicción, no hay posibilidad de vivir en paz en familia.
“Donde hay envidia y espíritu de contradicción, allí hay desorden y toda clase de obras malas” (Sant 3, 16); el celoso es el que se aísla, porque no quiere compartir todo lo que le pertenece con los demás, tanto en el orden económico como en el orden de las ideas y de las realizaciones. Así pues, por ejemplo si alguno de la familia actúa manifestando su personalidad, se producen peleas y discusiones.
Los celos son un elemento de división, contraposición y conflicto incluso en las comunidades religiosas o de laicos unidos por determinados propósitos, como rezar o creer en determinadas revelaciones; incluso nosotros lo hemos experimentado. Entonces, si no queremos tener luchas, divisiones, desordenes, si no deseamos que haya malas acciones, el consejo que da este sabio apóstol es el de luchar y rechazar en uno mismo el espíritu de contradicción y de celos. Donde hay contradicciones no se realiza nada, porque si uno edifica, el otro destruye, si uno intenta seguir algo, el otro lo obstaculiza hasta impedirle que haga cualquier cosa. Y esto, lamentablemente, ¡cuántas veces ocurre! La política es un ejemplo. Si miras los partidos políticos en cualquier país, si el del gobierno dice que es blanco, el otro dice que es negro; es difícil, casi imposible, que concuerden en el mismo juicio.
Por desgracia en la Iglesia ocurre lo mismo, con el agravante que los numerosos Don Abundio van siempre hacia los que están en el poder, sin mirar a ver si hay verdad, justicia y amor del otro lado. Estos solo siguen el poder, por eso esperan, ante todo, que no se les moleste. Como decía Don Abundio: “Yo estoy contigo, porque eres más poderoso que aquel otro” y dirigido al otro decía: “No puedo estar contigo porque eres menos poderoso, si fueras más poderoso me pasaría a este lado”.
Entonces hay cambios constantes y por eso uno es elogiado mientras tenga el poder, tan pronto como lo pierde es despreciado. No hay personalidad antes, no hay personalidad después.
“La sabiduría de arriba, por el contrario, es ante todo pura, pacífica, condescendiente, conciliadora, llena de misericordia y de buenos frutos, imparcial, sin hipocresía” (Sant 3,17): hay un estrecho lazo entre este versículo y el himno al amor de San Pablo, se usan los mismos adjetivos. Un último análisis: tenemos que vivir en gracia de Dios para hacer el bien. Tanto con la sabiduría de lo alto como con la caridad que elogia Pablo. De hecho, si el corazón es bueno salen pensamientos, acciones y deseos buenos, si el corazón es malo salen pensamientos, acciones y deseos malos.
Aquellos que realizan el mal y voluntariamente hacen sufrir, aquellos que como objetivo tienen el de destruir a quien se ponga en su camino, porque no aceptan sus directrices, no pueden ser llamados hijos de Dios y miembros del cuerpo místico, aunque estén en puestos altos.
Recordad que la señal de unión con Dios es estar en la verdad y vosotros encontráis esta señal en el amor y en la sabiduría de Dios, que es pacífica, mansa, dócil y llena de misericordia. Solo en esto. No podemos decir: “Este es una autoridad, por tanto está en gracia de Dios”, porque también aquí lo desmiente Jesús, que dijo: “Benditos los últimos” y también “Los publicanos y las prostitutas os precederán en el reino de los cielos” (Mt 21, 32), por lo tanto, la verdadera santidad, la verdadera grandeza del hombre, la verdadera sabiduría que viene de lo alto, el verdadero amor que tiene como fuente a Dios, se manifiesta solamente en los hijos de Dios. Si miramos alrededor nuestro y nos preguntamos cuáles son estos hijos de Dios, vemos muchos laicos, muchas personas sencillas, que no tienen poder, mientras que todos los demás están lejos de Dios porque han ejercido el poder y acumulado riquezas solo para sí mismos, han luchado y trabajado para llegar solo para sí mismos a metas importantes para su carrera. Estos no pueden decir que han producido frutos de justicia o sembrado paz”
“El fruto de la justicia se siembra en la paz para los que obran la paz” (Sant 3,18): si tengo amor, si dentro de mí hay justicia, actúo y creo paz a mi alrededor, y viceversa si en mí no hay amor, no hay justicia, produzco divisiones, luchas, incomprensiones y peligro de guerras. La crónica de estos últimos días os hace reflexionar sobre esta dramática verdad.
“¿De dónde vienen las luchas y los litigios entre vosotros? ¿No provienen acaso de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros?” (Sant 4,1). Si hubiera dudas, el mismo Santiago nos explica el origen de las guerras, de las luchas y de las lides que no son solo las libradas con las armas, sino también con comportamientos malvados dentro de las familias, de la comunidad, de los propietarios, de las asociaciones y de los grupos minoritarios. La causa de todo esto son las pasiones: la envidia, los celos, la avaricia, la soberbia y la vanidad. El que tiene una, más de una, o todas, se contrapone necesariamente al otro. El que es soberbio, no puede amar. El que es falso, no puede amar. El que es egoísta, no puede amar. El que voluntariamente hace sufrir al prójimo, no puede amar. Por tanto, el que no ama, no está con Dios, es hostil, es un enemigo de Dios; No puedo detenerme mucho en este discurso, pero por favor disfrutad de este pasaje palabra por palabra. Sumergíos en esta sabiduría y recordad que cada libro de la Escritura, siendo inspirada por Dios, contiene la sapiencia, la sabiduría de Dios.
“Ambicionáis y no tenéis” (Sant 4,2) ¿Quién es el que ambiciona? Aquel que de manera espasmódica y apasionada quiere algo y llega a la contienda si no puede poseer el objeto de su codicia. Este discurso vale para todas las guerras que hay en el mundo. ¿Creéis que todos los ejércitos occidentales se trasladaron a Irak para hacer obras de caridad? ¿Por qué nadie ha intervenido en Sudán y otros países? Porque la guerra en el Sudán no le interesa a nadie. Mueren las personas y ¿a quién le interesa? Sin embargo en Irak ¿qué interesa? El petróleo. Eh ahí, esta es la dramática e lamentable realidad.
“Envidiáis y no podéis alcanzar nada” (Sant 4, 2): el que envidia está siempre mal, sufre siempre, porque desea siempre algo de alguien y no puede obtenerla. De uno puede desear la belleza, de otro la inteligencia, de otro también la riqueza, de otro la fama, la capacidad de hablar, de dibujar o de esculpir, pero todo esto provoca envida. ¿Y qué hace el envidioso? Trata de obtener lo que no tiene, pelea y hace la guerra. Como he dicho, no es solo una guerra que se libra con las armas, sino también con la lengua, con la calumnia. Mata más la lengua que la espada.
Así pues reflexionad sobre todo esto que ha ocurrido en torno a nuestro Movimiento, en vuestras personas y sobre todo en torno a mi persona y la de Marisa. Había y hay mucha envidia. Algunos personajes litigan, dicen que las apariciones no son verdaderas, porque querrían manejarlas ellos, porque saben bien que ellos pasarán después de algunos años, que estarán muertos y nadie los recordará. Sin embargo, incluso después de décadas y siglos, siempre se hablará de quienes tuvieron esta gran misión de Dios, de quien ha tenido de Dios el don de ver a la Virgen, de quien ha recibido de Dios la tremenda responsabilidad del episcopado.
Eh ahí la envidia. Y entonces uno llega a decir: “Lo destruiré, lo combatiré”, pero desgraciado, tú no estás luchando contra mi persona, no estás luchando contra la persona de Marisa, ¡tú estás luchando contra Dios! Y si estás luchando contra Dios al final te convertirás en cenizas, mientras que los demás se elevarán cada vez más alto en el conocimiento de los pueblos que se sucederán a lo largo de la historia de la Iglesia.
“No tenéis porque no pedís” (Sant 4, 2) ¿Qué debemos tener y qué nos da Dios en gran medida? El amor, la caridad; si tú no pides el amor, no lo tendrás, si no pones en situación de acoger el amor que viene de Dios, no tendrás los demás dones espirituales. Tú pides, pero no obtienes, porque pides mal: quiero esto, quiero esta gracia, este don sobrenatural, porque así los demás me estimarán más, me considerarán más.
Estemos atentos, porque esta tentación se ha infiltrado en el alma de alguno de los miembros de la comunidad: “Estoy aquí porque así un día podré participar en el triunfo”. No es este el motivo que os tiene que empujar a frecuentar este lugar; los que han pensado vivir así ya no vienen más, porque no han resistido el impacto del sufrimiento. Ahora, volvamos a vivir como nos ha sido enseñado. El Año del Amor está a punto de finalizar, pero acaba un año particular y después tendremos que amar todavía más.
Estaba razonando precisamente en estos días, si a este año tendrá que sucederle otro año particular. He pensado que será el Año de la Santidad, un año general, no particular. Ahora Dios ya no puede estar satisfecho con medias tintas, medias elecciones: o con Él o fuera; o con Él o contra Él; o con Él o con el mal. Ya no es posible continuar estando un pie aquí y otro allá.
En parte me disgusta que algunos se hayan ido, porque es siempre triste que algunos hermanos dejen la casa del Padre, pero por otra parte me consuela el hecho de que no estaban preparados, porque estaban aquí por sí mismos, no por Dios.
Vosotros tenéis que venir aquí por Dios, no por el Obispo ni por la Vidente, no porque haya las apariciones, no porque el Obispo habla bien y entra en los corazones, sino que tenéis que venir porque aquí Dios se manifiesta. Yo no conozco otros lugares en los que Dios se haya manifestado con la misma frecuencia, como continúa incluso en estos días manifestándose a Marisa y a mí. Eh ahí porqué tenéis que venir aquí; habrá también un buen recuerdo de las personas, pero el hombre pasa; recordad que solo Dios permanece, pasaréis también vosotros y cuando estéis delante de Dios, ¿Qué os dirá? “He tendido hambre y me habéis dado de comer, he tenido sed y me habéis dado de beber” (Mt 25, 35). Os examinará sobre caridad y amor.
Este es el Año del Amor, el próximo será el Año de la Santidad, no para ponernos una aureola en la cabeza como un personaje de carnaval, sino para trabajar para que el corazón se dilate cada vez más en un amor grande, en una fe inquebrantable, en una esperanza que no teme nada. Solo entonces la fuerza de las virtudes teologales aumentará en vosotros, la capacidad de tener una gracia cada vez más abundante y una santidad que os acercará cada vez más a Dios. Entonces, en vista al 8 de diciembre del 2006, ¡deseos de santidad!