Eucharist Miracle Eucharist Miracles

Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 25 marzo 2007

V DOMINGO DE CUARESMA (AÑO C)
I lectura: Is 43, 16-21; salmo 125; II lectura: Fil 3, 8-14; Evangelio: Jn 8, 1-11

Los tres fragmentos de la escritura que acabamos de escuchar son maravillosos y ricos y contienen grandes y profundas reflexiones, pero por desgracia no los puedo comentar todos, tengo que escoger y me cuesta, porque dejar de lado lo que es hermoso es siempre muy difícil.

Empezamos por el primer fragmento sacado del profeta Isaías y os invito a prestar atención sobre los últimos versículos: “Mirad, yo voy a hacer una cosa nueva; ya despunta, ¿no lo notáis? Sí, en el desierto abriré un camino, y ríos en la tierra seca. Las bestias del campo me glorificarán, los chacales y los avestruces, porque yo daré agua en el desierto, y ríos en la tierra seca, para abrevar a mi pueblo, a mi elegido. El pueblo que yo he formado celebrará mi gloria”. (Is 43 19-21).

La palabra de Dios es tan rica y profunda que podemos aplicarla también en nuestras situaciones y comprender que encaja perfectamente. La expresión “yo voy a hacer una cosa nueva” se refiere a la novedad del Nuevo Testamento, de la nueva Alianza. En el Antiguo Testamento la alianza es entre Dios y los hombres, mientras que en el Nuevo se refiere siempre entre Dios-Cristo y los hombres, pero con una notable diferencia. En el Nuevo los hombres están ya redimidos, liberados del pecado y han adquirido la verdadera justicia, a la que se refiere Pablo en la segunda lectura, mientras que en el Antiguo Testamento hay una justicia legal que, si se ofende, puede repararse con algunos sacrificios de animales, que no son comparables con el gran e infinito sacrificio de la pasión y muerte de Jesucristo.

También a nosotros hoy el Señor nos repite: “yo voy a hacer una cosa nueva”. Estamos viviendo una situación eclesial, social y política que es motivo de sufrimiento, de aprehensión y de preocupación. En el mundo, en la sociedad y en la Iglesia, están desenfrenados a todos los niveles, el egoísmo, el engaño, el orgullo, la presunción, la inmoralidad y otras cosas aún peores.

Ante esta condición que también concierne a la Iglesia, Dios interviene, porque la Iglesia es Suya. Habrá una nueva intervención divina. De hecho la Iglesia aunque devastada no sucumbirá, no será derrocada, porque está sostenida por Dios mismo: éste es el pensamiento de Dios a lo largo de todos los siglos.

En el Antiguo Testamento esta intervención ha sido continuamente anunciada y han pasado siglos antes de su realización; deseo que, en nuestra situación, esta nueva acción de Dios no requiera otros tantos siglos, sino espacios de tiempo mucho más limitados. En el siglo XII Dios pidió a San Francisco que restaurara su Iglesia; él al inicio creó que se trataba de la material: la Porciúncula pero luego comprendió que Dios se refería a la Iglesia de Cristo, la Iglesia de Dios. Francisco, el humilde frailecillo que se despojó de todo, vivió en la castidad, en la pobreza, en la obediencia y restauró la Iglesia de entonces; rica, poderosa y opulenta. Él volvió a dar a la Iglesia el carisma de la autenticidad evangélica que había perdido.

El Señor, a lo largo de los siglos, ha confiado el renacimiento y la renovación de la Iglesia siempre a personas que humanamente no tienen crédito o interés, pero para Dios son importantes y, me atrevería a decir, además insustituibles. Este es el significado de las dos expresiones: “yo voy a hacer una cosa nueva” y “ya despunta, ¿no lo notáis?”. Nosotros lo estamos notando, basta comparar la realidad eclesial de hace veinte años con la actual: hoy ha cambiado ciertamente. Hoy en la Iglesia se ha restablecido de nuevo la importancia de la Eucaristía, la importancia de la Palabra de Dios, de la práctica y de la participación incluso de todos los demás sacramentos. Hoy ha vuelto a entrar en la Iglesia la necesidad de amar y de vivir en la humildad. Hace veinte años, no había todo esto, en cambio había pomposidad y solemnidad: los obispos eran equiparados a príncipes, el Papa era equiparado a un Rey. Es necesario comprender, en cambio, que tanto los obispos como el mismo Papa tienen que asumir la única actitud de la que habla Jesús, la de siervo: “Yo Cristo soy siervo, tú eres siervo, mejor dicho eres siervo doblemente porque eres siervo mío”. No me estoy apropiando de las palabras de Cristo, sino que las he adaptado solo para que podías comprender mejor: “Eres siervo mío y eres siervo de tus hermanos, si no vives el servicio Te rechazaré de Mí, te echaré de Mí, te vomitaré de Mí ". Esta enseñanza se basa en la Palabra de Dios y este renacimiento, esta renovación, este florecimiento no solo es percibido por el hombre, sino también por toda la creación.

Recordad que la maldad, la crueldad, el pecado, el engaño, la inmoralidad devastadora, la soberbia infernal contaminan todo el universo, por lo que vive mal su existencia. En cambio, la conversión, el retorno a Dios, el amor, la humildad crean y liberan energías positivas que dan al hombre y a cada criatura la posibilidad de vivir mejor, así todas las realidades negativas, la crueldad y la maldad, el beneficio es menor y entran por lo tanto solamente las positivas.

Prosigamos con la segunda lectura.

“Más aún, todo lo tengo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he sacrificado todas las cosas, y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo y encontrarme en él; no en posesión de mi justicia, la que viene de la ley, sino de la que se obtiene por la fe en Cristo, la justicia de Dios, que se funda en la fe, a fin de conocerle a él y la virtud de su resurrección y la participación en sus padecimientos, configurándome con su muerte para alcanzar la resurrección de los muertos. No quiero decir con esto que haya alcanzado ya la perfección, sino que corro tras ella con la pretensión de darle alcance, por cuanto yo mismo fui alcanzado por Cristo Jesús. Hermanos, yo no creo haberla alcanzado ya; de una cosa me ocupo: olvidando lo que queda atrás, me lanzo en persecución de lo que está delante; corro hacia la meta, hacia la vocación celeste de Dios en Cristo Jesús”. (Fil. 3 8-14)

Pablo, mi querido amigo y maestro Pablo, hace una afirmación de una grandeza, de una belleza y de una profundidad impactante: “Más aún, todo lo tengo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”. Él ha sabido hacer una elección definitiva y sin compromisos, o más bien: “Yo escojo a Cristo y rechazo completamente todo lo que se opone a él: la ciencia, la vanidad, la riqueza, la vanagloria o cualquier otra cosa. Lo rechazo todo y me pongo de parte de Cristo y lo abrazo”. Pero esto no es suficiente para Pablo. De hecho, para los que todavía tuvieran dudas sobre su elección, tan radical y definitiva, añade además: “Todo lo que yo, Pablo, abandono no lo dejo con fatiga o con dificultad, no me cuesta, porque la relación y el conocimiento de Cristo son tan altos, tan sublimes, convincentes y ricos, que considero basura todo lo que está en disconformidad con Cristo ". Mirad, de ahí tiene que renacer la Iglesia. Si yo no sigo a Pablo, no soy un auténtico y verdadero hombre de Iglesia, así a los que no siguen a Pablo y no escogen exclusivamente a Cristo, rechazando todo lo que puede esconderlo, ensombrecerlo y ofuscarlo, yo digo: “Sois mercenarios y no pastores, no sois según el corazón de Dios, no sois los siervos de Dios, iros, yo no os conozco y no quiero tener con vosotros ningún tipo de relación y de diálogo porque si rechazáis a Cristo, Cristo os rechaza a vosotros y yo os rechazo a vosotros”. Tenemos que tener el valor de afirmar esta verdad, de otro modo, continuamos viviendo en el compromiso, en la confusión, en el adaptar la Palabra de Dios a nuestra comodidad.

De una cosa me ocupo: olvidando lo que queda atrás, me lanzo en persecución de lo que está delante; corro hacia la meta, hacia la vocación celeste de Dios en Cristo Jesús.” (Fil. 3 13-14). Eh ahí el ansia de esta unión: Pablo desea estar unido completamente a Cristo, no se contenta con aquella justicia que ha practicado cuando era un fariseo celoso en el respeto de la ley. Ésta, como os he dicho, es una justicia legal, pero el corazón en cambio tiene necesidad de una purificación más fuerte, más penetrante, más eficiente, sólo gracias a la llena y completa adhesión a Cristo. Por eso Pablo dice: “Yo me adhiero completamente, me doy completamente a Él y solo de este modo puedo sentirme unido a Él en cuanto en mí no hay nada que pueda ser un obstáculo en la unión entre Cristo y yo”.

La tercera reflexión la tomamos del Evangelio de Juan.

Jesús se fue al monte de los Olivos. Al amanecer estaba de nuevo en el templo. Todo el pueblo acudía a él; y él, sentado, les enseñaba. Los maestros de la ley y los fariseos le llevaron una mujer sorprendida en adulterio, la pusieron en medio y le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. En la ley, Moisés mandó apedrear a estas mujeres. Tú ¿qué dices?». Decían esto para probarlo y tener de qué acusarlo. Pero Jesús, agachándose, se puso a escribir con el dedo en el suelo. Como insistían en la pregunta, se alzó y les dijo: «El que de vosotros no tenga pecado que tire la primera piedra». Y, agachándose otra vez, continuó escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, se fueron uno tras otro, comenzando por los más ancianos, y se quedó Jesús solo, con la mujer allí en medio. Entonces Jesús se alzó y le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?». Y ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y no peques más». ”(Gv 8, 1-11).

Una pobre mujer es llevada ante Jesús y sobre ella caen los indicios acusatorios que la condenan a la lapidación. Una primera observación: para cometer adulterio hace falta ser dos, por lo tanto si la mujer es adúltera, lo es también el hombre, ambos han ofendido el mandamiento de Dios. Sin embargo, de acuerdo con la llamada dominación masculina, no está bajo acusación, por el contrario, lo terrible es que, probablemente, se encuentre entre los mismos acusadores.

En el corazón de esta mujer tirada a los pies de Jesús, probablemente hay ya un principio de conversión y de arrepentimiento, lo que, por el contrario, no ocurre con el hombre adúltero, porque no podría arrepentirse en pocos minutos. Esa mujer, que tiene ya dentro de sí la semilla de la penitencia y de la conversión, ni siquiera se atreve a mirar al Maestro a la cara. ¡Eh ahí la sabiduría infinita del Señor! Jesús tiene la cabeza inclinada y los ojos bajos para no humillar a esta mujer, porque de otro modo aquel encuentro de miradas probablemente habrían causado reacciones, que todavía no era oportuno manifestar.

La mujer tenía necesidad de sentir todavía el amor, el afecto, el respeto del Señor, sin embargo los ojos de Jesús ante el pecado no pueden ser totalmente misericordiosos, hasta que la conversión no sea completa. Eh ahí el motivo por el cual el Señor tiene los ojos bajos: para no humillar a la pecadora, aquella a la que han arrojado a sus pies como si fuese un animal. De este modo le quería dar tiempo todavía, no quería humillarla, pero al mismo tiempo la estaba preparando para la conversión, la estaba preparando para el retorno a una vida regular y recta. De hecho, bastan dos palabras y la mujer acepta la remisión de los pecados y el consejo de Jesús. Es hermosísimo este encuentro. En cambio, ¿qué hacemos siempre nosotros? Lo que no han sido capaces de hacer los ancianos, porque Jesús les ha impedido que le tiraran piedras, lo hacemos nosotros, los buenos pensadores: ella es una pecadora, debe ser apedreada. Pero ¿veis que malos somos? Ni siquiera damos a los otros la oportunidad, el tiempo de arrepentirse y ni siquiera tratamos de contrastar si la situación ha cambiado. El que se equivoca, tiene que ser eliminado: ésta es la ley humana, pero la ley de Dios es completamente diversa y yo estoy seguro que encontraré a esta mujer en el Paraíso; no estoy seguro, en cambio, de encontrar a aquellos que la condenaron, porque el arrepentimiento tiene que ser auténtico y sincero. Ante la pregunta de Jesús: “¿Ninguno te ha condenado?, responde: “Ninguno Señor”, por tanto ella reconoce la autoridad, el valor, la importancia de las palabras de Cristo. Y Jesús le dice: “Tampoco yo te condeno. Vete, y no peques más”. Nosotros no sabemos qué final ha tenido esta mujer, pero Dios lo sabe, Jesús lo sabe y quién sabe si nos lo hará saber en un coloquio privado. Yo siento que esta mujer se ha salvado. Ella, humillada, juzgada, condenada, ahora se encuentra en la luz, en la gloria y en la alegría del Paraíso. Sus acusadores en cambio se encuentran en el infierno, porque son los mismos que después acusaron a Cristo ante Pilatos. “¿A quién de los dos queréis que os suelte? A Jesús, llamado el Cristo o a Barrabás?” (Mt 27, 21) y estos gritaron, ciertamente conducidos por esos inteligentes sumos sacerdotes, “a Barrabás”. Como está escrito en el Evangelio, estos habían ido a Jesús sólo para tenderle una trampa, en ellos había malicia y perfidia. No estaban interesados en la lapidación, sino que querían poner a prueba a Jesús para engañarlo y luego tener una razón para arremeter contra él. Se trata de una maquinación diabólica de la que Jesús ha salido ileso y continuará saliendo hasta que empiece su pasión, como estableció Dios Padre, que lo llevará a la muerte en cruz.

En este punto, podéis hacer todas las reflexiones y aplicaciones que queráis y yo digo, grito, chillo que estoy del lado de la pecadora, nunca estaré del lado de los que la acusaron. No estaré nunca de parte de aquellos sacerdotes, obispos y cardenales de la Iglesia que acusan y destruyen sin motivo y que, como los acusadores de la mujer, ahora están en el infierno. Ved como ha cambiado mi lenguaje. Tarde o temprano, ellos también se unirán a aquellos porque han puesto trampas a los justos y han tratado de asfixiarlos, para tener luz verde para alcanzar sus diseños infames y distorsionados. Dios, sin embargo, intervendrá como él ya intervino y volverá a llevar a lo alto a aquellos que se sienten pequeños.

Sea alabado Jesucristo.