Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 25 noviembre 2007
Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo; I lectura: 2Sam 5,1-3; Salmo 121; II lectura: Col 1,12-20; Evangelio: Lc 23,35-43.
En el Antiguo Testamento está escrito: "Como se alza el cielo por encima de la tierra, se elevan mis caminos sobre vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos" (Is. 55, 9). También hoy Jesús nos confunde y nos asombra porque su manera de actuar es completamente diferente a la de los humanos. A los hombres les gusta sobresalir y, a veces, para conseguir tal resultado, muchos se imponen sobre los demás incluso por la fuerza. En la historia pasada y en la reciente, numerosos personajes, aprovechando su poder, se han autoproclamado reyes o emperadores y han dado suntuosidad a una improvisada realeza, ostentando las típicas insignias de los soberanos, de los que reinan sobre los pueblos.
Jesús, en cambio, nos maravilla y nos sorprende porque no ha querido nunca insignias reales. Dios, desde la eternidad, se sienta en un trono inmensamente e infinitamente glorioso que le compete solamente a Él y encarnándose ha escogido lo que no llama la atención y no requiere la aprobación de los hombres. El trono que ha escogido es el de la cruz. De hecho, él mismo ha dicho: "Cuando sea levantado de la tierra, atraerá a todos hacia mí" ( Jn. 12, 32) y si esto no es un signo de realeza y de soberanía, no conozco otros igualmente grandes que puedan manifestarla. El suplicio de la cruz, según la mentalidad humana, es lo más humillante que pueda ser infligido a un condenado, mientras que según el juicio de Dios, el único que cuenta, es el trono que lo exalta.
Si todos los hombres de la Iglesia del pasado y del presente hubiesen aceptado el juicio de Dios y seguido Sus designios, hoy su manera de pensar y de actuar sería completamente diferente.
La Cruz es el trono ante el cual todo el Paraíso se inclina reverente ya que en los designios de Dios es signo de soberanía. Cuando los generales romanos conquistaban las regiones volvían a Roma recorriendo triunfantes la vía sacra sobre un carro maravilloso tirado por caballos; al principio y al final del cortejo estaban todos los emblemas de los pueblos vencidos. Jesús habría podido subir al carro más hermoso del mundo pero no lo ha hecho, ha subido a la cruz y, lo que más nos asombra es que lo ha hecho por propia voluntad.
En aquel tiempo [después que hubieron crucificado a Jesús], el pueblo estaba mirando. Las mismas autoridades se burlaban, diciendo: "Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo si es el mesías de Dios, el elegido". También los soldados se burlaban de él, se acercaban y le daban vinagre, diciendo: "Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo". Encima de él había un letrero que decía: "Éste es el rey de los judíos". Uno de los criminales crucificados le insultaba diciendo: "¿No eres tú el mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros". Pero el otro le reprendió diciendo: "¿Ni siquiera temes a Dios tú que estás en el mismo suplicio? Nosotros estamos aquí en justicia, porque recibimos lo que merecen nuestras fechorías; pero éste no ha hecho nada malo". Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey". Y le contestó: "Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso". (Evangelio)
Me gustaría haceros notar la diferencia abismal entre el comportamiento del pueblo y el de las autoridades, cuando Jesús está en la cruz. El pueblo se limita a mirar, no se atreve a pronunciarse porque espera ser iluminado, guiado hacia la verdad, no se atreve a ofender a Cristo. Las autoridades, en cambio, le escarnecen, incluso lanzándole un reto: ""Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo si es el mesías de Dios, el elegido". (Lc 23,35) y como si no fuese suficiente también los soldados romanos se mofaban de él con palabras diferentes: "¿No eres tú el mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros" (Lc 23, 37). Éstos, sin embargo, respecto a los sumos sacerdotes del pueblo judío, tienen el atenuante de que no conocen las escrituras y las profecías sobre el Mesías.
Cristo ha venido para los pecadores, lo ha dicho Él mismo: "No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se conviertan" (Lc 5, 32) y en la cruz, está flanqueado, a derecha y a izquierda, por dos ladrones que representan a los pecadores.
Uno representa al pecador impenitente que, a pesar del empeño y del esfuerzo por parte de Dios, no quiere convertirse. No está interesado en Dios, sino sólo en vivir bien, circundado de comodidades y riquezas. El pecador arrepentido, en cambio, deja que la luz de Dios penetre en su corazón; esta luz lo ilumina y le hace comprender los errores empujándolo hacia la verdad, hasta pedir perdón. Creedme, no quiero humillar a nadie, pero reconozcámonos en el ladrón arrepentido: si lo seguimos en el arrepentimiento también a nosotros nos será dada la promesa de Cristo: "Estarás conmigo en el Paraíso" (Lc 23, 43); para nosotros es esto lo que cuenta.
Hay un dicho que se puede adaptar también a los cristianos: "La vida es como un puente, crúzalo pero no construyas tu casa sobre él". Vivimos ocupados en la Tierra tratando de hacer lo mejor posible nuestro deber, pero sabemos que la vida es una transición y no un fin, no es la definitiva realidad del hombre. Durante la vida nuestro empeño cotidiano nos tiene que llevar más allá de la orilla humana, para alcanzar después de la muerte, la orilla celeste, la del Paraíso.
Este paso es posible, este empeño cotidiano se realiza si nosotros aceptamos como María, Juan y las pías mujeres, el sacrificio de Cristo y si nos embriagamos con Su Sangre, nos alimentamos con Su Cuerpo, o nos fortalecemos con la Eucaristía
Cristo Rey nos muestra los signos de su realeza, reivindicando los derechos de propiedad sobre nosotros, como ha hecho con los apóstoles ocho días después de la Resurrección, mostrándoles los signos de la Pasión, como trofeos gloriosos y símbolos de victoria.
También nosotros, como hizo Tomás, al principio dudábamos de Jesús a causa de nuestros límites y pecados. Pero si más tarde nos hemos arrepentido y nos hemos inclinado reverentes ante Cristo, diciendo: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28), nos ha confirmado en una nueva dignidad. Esa nos hará sentir lo que somos: hijos de Dios y miembros del Cuerpo Místico, miembros de la Iglesia, como Pablo dice claramente en el pasaje de la II lectura de la carta a los Colosenses.
Dad gracias con alegría a Dios, que os ha hecho capaces de participar en la herencia de su pueblo en la gloria, que nos rescató del poder de las tinieblas y nos transportó al reino de su Hijo querido, en quien tenemos la liberación y el perdón de los pecados. Cristo es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque por él mismo fueron creadas todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra, lo invisible y lo visible, tanto los tronos como las dominaciones, los principados como las potestades; absolutamente todo fue creado por él y para él; y él mismo existe antes que todas las cosas, y todas subsisten en él. Él es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia, siendo el principio, el primogénito entre los muertos, para ser el primero en todo, ya que en él quiso el Padre que habitase toda la plenitud. Quiso también por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, pacificándolas por la sangre de su cruz.
Cristo es el verdadero, auténtico y actual Cabeza de la Iglesia y espera adhesiones por parte de los que ocupan cargos importantes en el interior de la jerarquía eclesiástica, por parte de las naciones y de todos los hombres. No tenemos que sentirnos privilegiados, sino comprometidos. El Señor no pretende de nosotros, o al menos de la mayor parte de nosotros, compromisos fuertes o tremendos, pide a cada uno que le conozcamos, que le amemos, que le sigamos y que testimoniemos Su presencia en nuestra vida; podemos y tenemos que comprometernos a realizar esto.
Hoy es el día del triunfo de Cristo y sería oportuno que cada miembro de la Iglesia, en sus múltiples y diversas realidades, se dirigiese a sí mismo la siguiente pregunta: "¿Considero yo a Cristo como verdadera Cabeza de la Iglesia? ¿Estoy convencido que tengo que seguirlo y no tener la presunción de ponerme a Su lado, ni mucho menos ponerme delante de él, como, por desgracia, ha ocurrido tantas veces en la Historia de la Iglesia?".
De hecho, en el momento en el que estúpidamente el hombre presume de colocarse delante de Dios, peca como han hecho los ángeles rebeldes: peca de soberbia, de orgullo y se convierte en elemento de confusión para sí mismo y para los demás. El verdadero pastor es aquél que sigue las huellas de Cristo, que se inclina y pide al Señor, a Jesús, al Mesías, al Salvador, luz, fuerza y valor para cumplir bien su servicio y no pretende imponerse a los hermanos con autoritarismo y abuso de poder.
Dios se ha encarnado para servirnos, en la última Cena Jesús nos ha dicho: "Pues si Yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies a vosotros, también vosotros tenéis que lavaros lo pies los unos a los otros. Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis lo que yo he hecho." (Jn 13, 14-15); también vosotros tenéis que seguir mi ejemplo: amaos, servíos el uno al otro.
Realmente me gustaría que este compromiso que viene de la Cruz y es iluminado por ella, nos infunda a cada uno de nosotros una fuerza, una energía tales que nada ni nadie nos ponga obstáculos en la marcha hacia Cristo, para ser con Él, en Él y por Él, elemento de salvación para muchos de nuestros hermanos. Sea alabado Jesucristo.