Eucharist Miracle Eucharist Miracles

Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 27 enero 2008

I lectura: Is 8,23b-9,3; Salmo 26; II lectura: 1Cor 1,10-13.17; Evangelio: Mt 4,12-23

Analicemos las Sagradas Escrituras propuestas hoy partiendo del Evangelio y llegando a S. Pablo; veréis que también esta vez delante de vosotros se os presenta un tema de una fuerza, una claridad y una intuición particulares.

Cuando oyó que Juan estaba en la cárcel, Jesús se retiró a Galilea. Dejó Nazaret, y se fue a vivir a Cafarnaún, en la ribera del lago, en los términos de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliese lo que había anunciado el profeta Isaías: Tierra de Zabulón y de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos; el pueblo que yace en las tinieblas ha visto una gran luz, y para los que yacen en la región tenebrosa de la muerte ha brillado una luz. Desde entonces comenzó Jesús a predicar y decir: «Convertíos, porque el reino de Dios está cerca». Paseando junto al lago de Galilea, vio a dos hombres: Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano, echando la red en el lago, pues eran pescadores. Y les dijo: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres». Ellos, al instante, dejaron las redes y lo siguieron. Fue más adelante y vio a otros dos hermanos: Santiago, el de Zebedeo, y Juan, su hermano, en la barca con su padre Zebedeo, remendando las redes; y los llamó. Ellos, al instante, dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron. Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, predicando el evangelio del reino y curando todas las enfermedades y dolencias del pueblo (Evangelio)

Apenas supo Jesús que el Bautista, el precursor, fue arrestado y, como hombre, justamente, temía que Herodes lo encarcelara también a él, ya que era claro para el pueblo que Jesús, a pesar de no ser reconocido como Dios, era el Maestro que continuaría la predicación de Juan y seguiría oponiéndose con fuerza a los poderosos, a los sacerdotes y a todos los que no respetaban la ley de Dios y la ofendían. Es la prudencia humana: Jesús es Hombre y Dios, está dotado de voluntad humana y voluntad divina, por lo tanto además de tener la ciencia humana, posee también la divina. Tal como se ha salvado de la matanza de Herodes, el abuelo del actual Rey Herodes, así también se salva del peligro de ser muerto. Subirá al Gólgota, será crucificado y morirá en cruz sólo en el momento estableció por Dios. Jesús nos enseña, también en este caso, a ser prudentes, a valorar siempre las situaciones, a no exponernos inútilmente a los peligros, exigiendo después la intervención de Dios. Tratemos de usar la inteligencia que el Señor nos ha dado para conseguir administrar de la mejor manera las situaciones en las que nos encontramos obligadamente o en las que hemos decidido ponernos nosotros.

Jesús se retira a su región, la Galilea. Aquí hay un inciso extremadamente importante: “Dejó Nazaret”. Habitualmente, cada uno se retira al ambiente que le es familiar donde puede encontrar apoyos y sentirse confortado, eso significa que Jesús, por el contrario, no encontró todo esto en su ciudad. El Evangelio en otro pasaje dice justamente que Jesús dejo Nazaret y no obró allí porque sus conciudadanos sentían envidia y celos, de los que ya ha hablado la Virgen en las cartas de Dios: “Yo he sufrido mucho a causa de mis parientes”. Si ha sufrido Ella, ciertamente que ha sufrido también Jesús y más adelante dirá: “Ningún profeta es bien recibido en su patria” (Lc 4,24), en su familia, entre su gente. Una vez más vemos un Cristo desilusionado. También Jesús sintió desilusión, amargura, desánimo, al igual que nos ocurre también a nosotros. Con todas estas sensaciones el Mesías dejó Nazaret y se fue a otra parte para dar el gran anuncio: “El Reino de Dios está cerca, convertíos y creed en el Evangelio”, porque el Reino de Dios está cerca. Estemos atentos; cuando se habla del “Reino de Dios” no tenemos que considerar esta expresión limitándola al concepto de Iglesia, comunidad de bautizados guiados por la jerarquía, formada por los fieles y guiada por los pastores. “Reino de Dios” significa la salvación que parte de Dios y que es dada, por Su iniciativa gratuita y libre, a todas las personas. La Iglesia es la representación concreta del Reino de Dios. Analicemos ahora la Iglesia, esta comunidad en la cual se realiza el gran anuncio de la Salvación y de la Redención a través de los Sacramentos. ¿Cómo ha fundado Cristo la Iglesia? ¿Cómo ha querido Cristo la Iglesia? Una, unidad. Cuantas veces ha hablado Jesús de la unidad de sus fieles y sabía, porque es Dios, que sería puesta a dura prueba, sabía que habría divisiones en su interior. Ya conocía el hecho de que entre los cristianos habría aquellos que se dicen Sus seguidores y creen en Su palabra pero no creen en Su presencia real en la Eucaristía, sabía que habría habido comunidades cristianas que no aceptarían Su palabra. A Pedro le dijo: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18.19). Pero ha ocurrido que los hombres se han dividido proclamándose jefes de determinadas iglesias y el designio de Dios, que quería la Iglesia unida, se ha destrozado por culpa de los pastores indignos. Se ha derrumbado el designio de la unidad, el vínculo de unión. La cosa más amarga, más trágica, más dramática es que la Iglesia ha conocido divisiones desde el inicio de su historia. Hemos terminado hace pocos días, exactamente el veinticinco de enero, la octava para la unidad de los cristianos. Se trata de la iniciativa de dos ministros anglicanos (el inglés Spencer Jones y el americano Paul James Francis Wattson, n.d.r.) que han sentido profundamente el ecumenismo y han invitado a los cristianos, independientemente de la pertenencia a una determinada Confesión, por tanto Católicos, protestantes, anglicanos, ortodoxos, a rezar para realizar el designio de Cristo, Su aspiración: un solo rebaño y un solo Pastor. Vemos, sin embargo, lo digo con amargura, que se organizan encuentros en la cumbre, entre los llamados grandes teólogos, los llamados grandes obispos, pero no están animados del deseo de la unión sino más bien de prevalecer los unos sobre los otros. No se pueden hacer, para llegar a la unidad, ni academias, ni vacíos ritos litúrgicos. Es inútil que los jefes, o los representantes de los jefes de las iglesias que no tienen unión y comunión, se reúnan para rezar si no hay el amor, el respeto y la aceptación recíproca. Incluso en este caso es necesario confirmar la gran enseñanza del Señor: “Primero aprended a amar, después rezad”. Cada año, por este período, los periódicos, sobre todo los periódicos católicos, tratan el tema en cuestión, mostrando incluso fotos en las que las personas ostentan grandes sonrisas, pero Dios ¿está contento con esto? Si tú no amas a tu hermano, si no lo respetas, si no lo aceptas tal como es, es inútil que le estreches la mano y le des un abrazo de paz. La unión y el bien, uno de los grandes bienes de la Iglesia, que tiene que ser guardado en el cofre del amor y de la caridad, si faltan el amor y la caridad surge la división. La experiencia humana nos enseña que en situaciones más pequeñas, cuando falta el amor, surge la división en las familias. Y es esto lo que se repite continuamente: “Ya no le amo, por lo tanto, me separo, lo dejo, me voy con otra persona”. Mientras hay amor, hay unidad. Cuando el amor se cambia por el egoísmo se llega a la división. Pablo, el gran Pablo, quiso poner en guardia de estas divisiones a una de las iglesias que le costó más esfuerzo, la de Corintio, donde se quedó para evangelizar cerca de un año y medio. Trató de mantener continuamente el contacto con todas las iglesias y con ésta de manera particular, porque a la comunidad de Corinto les escribió dos cartas de las catorce totales. Pablo supo de estas divisiones por los familiares de Cloe, una rica comerciante, en cuya familia, que comprendían esclavos, libertos, hijos reales y naturales, se habían realizado conversiones y había, por tanto, cristianos. El corazón de Pablo se rompió, sufrió enormemente al saber tales disgregaciones y trató de arreglarlo inmediatamente, con su palabra fuerte, autoritaria e indiscutible. No se discute sobre la Palabra de Dios y Pablo es consciente del hecho de que es Dios el que le inspira lo que tiene que decir, tanto las advertencias como los reproches que tiene que hacer.

Os exhorto, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que tengáis todos un mismo hablar, y no haya entre vosotros divisiones; antes bien, estéis unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio. Os digo esto, hermanos míos, porque los de Cloe me han informado de que hay discordias entre vosotros. Me refiero a lo que cada uno de vosotros dice: «Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo». ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso Pablo fue crucificado por vosotros o habéis sido bautizados en su nombre? Pues Cristo no me mandó a bautizar, sino a evangelizar y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo.

“Os exhorto”. En este verbo está recogida toda el ansia de Pablo, es una palabra que manifiesta su estado de ánimo: ante el mal tan grave, amenazador y peligroso de las divisiones, el apóstol se pone casi en situación de súplica; implora la escucha para impedir que la situación se precipite.

Sabiendo que la autoridad de Cristo es muy superior a la suya, Pablo hace esta exhortación en nombre del Señor, es decir, por la autoridad, por el derecho de Cristo que ha muerto, ha padecido y ha pagado con Su vida el reino de Dios, dado y ofrecido a nosotros. Por el Señor que ha sufrido, Pablo dice: “Tenéis que tratar de lograr la unidad, la unión y la concordia”. Las divisiones se manifiestan inmediatamente al hablar, no en los pensamientos, ya que los tenemos dentro de nosotros, pero el hablar va hacia el exterior; el mal de las divisiones tiene origen por la palabra falsa, pérfida y egoísta. Por esto Pablo escribe: “Tengáis todos un mismo hablar”. El modo al que se refiere Pablo es el respeto, la confianza, la consideración, la sensibilidad hacia los demás. Si efectivamente el hablar se hace de este modo se puede llegar a evitar las divisiones. Si leyerais la historia de la Iglesia os daríais cuenta de que en dos mil años han ocurrido continuamente separaciones, divisiones, condenas, alejamientos, segregaciones. Oh, ¡es muy triste la historia de la Iglesia! Vosotros probablemente no la conocéis tanto como la conozco yo porque la he leído y estudiado. No estoy haciendo una estúpida e inútil exhibición, estoy hablando con extremo sufrimiento. ¡Qué escaso testimonio hemos dado al mundo porque no nos hemos presentado unidos y compactos! La división, recordad, viene del maligno, que se insinúa, separa, corta y divide. Así que estad en perfecta unión de pensamiento y de sentir. El hablar manifiesta lo que está presente interiormente en el hombre y Jesús ya lo dijo: “Cuando en vosotros hay un corazón bueno, todo lo que sale es bueno” (Mc 7, 15-23). Pablo estigmatiza, identifica el mal en las personas. ¿Quién es el hipócrita? ¿Quién es el que o los que Jesús ha considerado hipócritas? Los fariseos, porque vivían para aparentar, se mostraban devotos, rezaban donde pudieran ser notados, daban limosna, compuesta sobre todo de calderilla, en el tesoro del templo, para que pudiera resonar cuando caían en el tesoro, hacían ayuno y tenían un rostro triste, sufriente para que los otros comprendieran que estaban ayunando. Jesús dijo: “Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu habitación y, cierra la puerta, reza al Padre que ve en lo secreto” (Mt 6,6); “Guardaos de practicar vuestra justicia delante de los hombres para que os vean, de otro modo no tendréis la recompensa de vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 6, 1). Los juicios, esto lo añado yo, extrapolándolo de la Sagrada Escritura, son completamente diferentes: los del hombre difieren de los de Dios. Lo que tenemos que buscar es la unión interior, de corazón, de pensamiento, pensar de la misma manera, no porque se coarten las conciencias sino porque nos configuremos y nos enfrentemos con el pensamiento más alto que es el de Cristo. Si yo pienso como Cristo, si mi hermano y mi hermana piensan como Cristo, yo pienso como mi hermano y mi hermana, es una deducción extremadamente clara y lógica. Pablo ha escrito que para dar cuerpo a estas divisiones la comunidad de Corinto hace referencia a personajes importantes: Apolo, Cefas, Pablo y, además, Cristo. Creo que en este caso, Cristo más que indicar a Jesús, indica a alguno que ha tomado el nombre de Jesucristo, aunque ésta podría ser una interpretación. Se habla de San Pedro, de San Pablo, pero ellos no son los responsables de las divisiones, lo son las personas que se esconden detrás de estos nombres para dar autoridad al propio grupo. Hay que reprender a los que ensalzan, por interés propio, la bandera sobre la que está escrito Cefas, Pablo o Apolo, los cuales, sin embargo, no tienen nada que ver con estas separaciones. En este punto Pablo pregunta con vehemencia: “¿Está acaso divido Cristo?”. El apóstol se refiere al Cuerpo Místico de Cristo, no a Su cuerpo físico. Sabéis que Pablo ha sido el más grande teórico y expositor de la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo. Si sufre un miembro sufren todos los miembros, no puede haber sufrimiento de uno y desinterés de los demás. Pablo dice que el Cuerpo Místico, incluso en la pluralidad de los miembros, forma una unidad profunda, porque es absurdo pensar que un cuerpo esté dividió en sus miembros: hay unidad, hay armonía y hay servicio. El brazo puede servir a otros miembros del cuerpo, como los otros miembros del cuerpo pueden servir al brazo. “¿Habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?”; el apóstol, que también es listo, usa esta pregunta que deja en suspenso, es decir confía la respuesta a las personas a las que escribe porque a él en aquel momento le interesa afirmar: “Cristo, de hecho, no me ha mandado bautizar, sino anunciar el Evangelio”. Éste es su trabajo. El apóstol quiere decir: “He sido llamado para catequizar, para anunciaros a vosotros la salvación, si no escucháis mi predicación, rechazáis y negáis mi misión, significa que no me amáis ni me respetáis” porque la división está claramente en conflicto con las enseñanzas y la predicación de Pablo. Consideremos, ahora, una última y gran afirmación y después habremos terminado de saborear una vez más la Palabra de Dios: “Yo tengo que anunciar el Evangelio”, escribe Pablo, pero no con la sabiduría de la palabra, no con la sabiduría humana. Es necesario dirigir una crítica a los susodichos sabios, teólogos, los cuales presumen de iluminar la Palabra de Dios con su propia cultura, con su propia inteligencia y con sus propios estudios: ¡ilusos! La Palabra de Dios es inmensamente superior a la preparación del más grande teólogo de todos los tiempos, ninguno puede añadir nada con sus estudios a la Palabra de Dios, hay que presentarla sencillamente y hacerla comprender, no iluminar con su presunción y soberbia. No hay desprecio contra la sabiduría humana sino sencillamente no es necesaria para explicar la Palabra de Dios. Si se tuviese presente ese concepto, todas las diatribas, todos los conflictos de los que han hablado los periódicos recientemente, sobre la relación entre fe y razón, se derrumbarían. La Palabra de Dios se explica con la Palabra de Dios, la Palabra de Dios se presenta con la sabiduría de Dios, se saborea con la gracia que está dentro de nosotros, con la presencia del Espíritu Santo que esté en nosotros y nos hace saborear, sorbo a sorbo cada palabra de la Sagrada Escritura. También escribe Pablo: “Porque, si nosotros al predicar y al anunciar a Cristo, lo queremos sustituir con la sabiduría humana, hacemos vano el poder de la Cruz”. “La Cruz”, ha dicho Pablo, “es escándalo y locura para quien no la acepta, pero para nosotros que la aceptamos es salvación” (1 Cor 1, 18), por tanto la Salvación viene de la aceptación del misterio de la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo: en ella está el Reino de Dios. La Cruz representa y manifiesta el poder del Reino de Dios. Existe el Reino de Dios, existe la Salvación, la Gracia y la Palabra de Dios porque el Hijo de Dios ha subido a la Cruz, ha expirado en la Cruz, ha sufrido para que la Cruz triunfase. Ésta, queridos míos, es la ciencia de Dios, la teología de Dios. A mí me interesa la teología de Dios, no la de los hombres porque incluso los mejores estudiosos no colman nuestro deseo de saber, de conocer y, sobre todo, de amar a Dios, a pesar de que a veces se experimentan resentimientos y rebeliones hacia Él, porque Él es verdad y amor.

Sea alabado Jesucristo.