Eucharist Miracle Eucharist Miracles

Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 28 enero 2007

I lectura: Jer 1,4-5.17-19; Salmo 70; II lectura: 1Cor 12,31-13,13; Evangelio: Lc 4,21-30.

En los días del rey Josías me fue dirigida la palabra del Señor: «Antes de formarte en el vientre de tu madre te conocí; antes que salieras del seno te consagré; como profeta de las gentes te constituí». Pero tú, cíñete la cintura, levántate para decirles todo lo que yo te ordene. No tiembles ante ellos, no sea que te haga yo temblar en su presencia. Yo te constituyo en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro, como muro de bronce frente a todo el país: frente a los reyes de Judá, sus jefes, sus sacerdotes y el pueblo de la tierra. Lucharán contra ti, pero no podrán vencerte, porque yo estoy contigo para librarte, dice el Señor». (Jer 1,4-5.17-19).

Hoy, delante de nosotros, se alza de manera gigantesca la figura del profeta Jeremías. Un hombre bondadoso, tímido, amante de la tranquilidad, deseoso de una vida serena y sin preocupaciones. Pero a él, el Señor le reservó una existencia particularmente llena de sufrimiento y también de contradicciones: le pidió, por ejemplo, permanecer célibe, por tanto la renuncia a formar una familia, en un mundo en el que la realización del hombre estaba representada por el matrimonio. El profeta es llamado por Dios antes de que empiece a vivir y Jeremías con mucha sinceridad, de manera clara e inequívoca, es consciente de tal llamada. Pero la llamada a ser profeta a menudo se alimenta de lágrimas, de sufrimientos y de sangre. Parece que Jeremías, por haber sido fiel en pronunciar la palabra de Dios, además de haber encontrado tanta hostilidad y persecución, terminó su vida con el martirio porque se sentía incómodo. Los profetas siempre se sienten incómodos, porque Dios los envía a llevar a cabo misiones y tareas desagradables para los hombres porque son advertencias, reproches o indicaciones para que sigan una existencia diferente de la que viven los hombres. Jeremías, consciente de esta llamada, sabe que ha sido preparado por el Señor para llevar a cabo esta tarea. La mentalidad judía era una mentalidad exclusiva, es decir, las acciones de Dios, las palabras de Dios, los gestos de Dios valían en el interior del pueblo judío y no iban nunca más allá del pueblo mismo. Jeremías, por el contrario, es consciente de que su misión se pone de relieve real y efectiva incluso con todos los demás pueblos, con todos los demás reinos; podemos imaginar entonces que, si es difícil ser profeta en el propio pueblo, lo es, con mayor razón, en pueblos diferentes respecto al de pertenencia. Este gran profeta se pone en una dimensión que anuncia la era mesiánica; debe prepararse para esta difícil tarea, ya que los hombres deben ser solicitados, cambiados e invitados a convertirse y esto crea dificultades, crea confusión, levanta obstáculos y baja y excava zanjas. Jeremías tiene que afrontar todas estas situaciones y el único que le da la fuerza es Dios que lo amonesta y lo insta a proceder valientemente en el cumplimiento de su misión porque le dará todo lo que necesita para llevar a cabo su tarea. Si por debilidad el profeta mostrase miedo ante las personas a las que Dios le envía, el miedo será el castigo del Señor porque Jeremía no creyó que Dios le daría la fuerza necesaria para seguir adelante. Pero el profeta no sólo tiene necesidad de fuerza y de energía como dice Pablo en la carta de los Corintios: el verdadero profeta es el que vive y desarrolla su ministerio profético con el Amor en el Amor. San Pablo amplía la discusión también a aquellos que no tienen una misión profética estricta, pero que como bautizados, ellos también participan en la dignidad real y sacerdotal profética de Cristo. Si Cristo es Rey, si Cristo es Profeta, es lógico que también las personas que están unidas a Él y que forman un todo con Él sean igualmente investidas de la dignidad profética, real y sacerdotal. El Espíritu Santo da a su Iglesia una cantidad enorme, estrepitosa y maravillosa de carismas. San Pablo, sin embargo, interviene una vez más y advierte diciendo que todos los carismas que elevan al hombre y parecen particularmente elevados no son tan grandes como el don y el carisma del Amor y de la Caridad. En este fragmento Pablo escribe probablemente su página más hermosa, más lírica, más profunda, más rica de conceptos: el himno al Amor. Hemos hablado de ello muchas veces y releyéndolo ciertamente recordaréis todo lo que habéis escuchado al respecto.

Ambicionad dones más altos. Pero os voy a mostrar un camino, que es el mejor. Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, no soy más que una campana que toca o unos platillos que resuenan. Aunque tenga el don de profecía y conozca todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tenga tanta fe que traslade las montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque reparta todos mis bienes entre los pobres y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve. El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no es presumido ni orgulloso; no es grosero ni egoísta, no se irrita, no toma en cuenta el mal; el amor no se alegra de la injusticia; se alegra de la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. El amor nunca tendrá fin. Desaparecerán las profecías, las lenguas cesarán y tendrá fin la ciencia. Nuestra ciencia es imperfecta, e imperfecta también nuestra profecía. Cuando llegue lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Cuando llegué a hombre, desaparecieron las cosas de niño. Ahora vemos como por medio de un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de una manera imperfecta; entonces conoceré de la misma manera que Dios me conoce a mí. Tres cosas hay que permanecen: la fe, la esperanza y el amor. Pero la más grande de las tres es el amor. (1Cor 12,31-13,13).

El amor es más importante que el valor porque el Amor implica el valor, pero no necesariamente el valor implica el amor; se puede ser valiente y estar privado de amor, se está siempre lleno de amor y al mismo tiempo lleno de valor. El profeta, amando, prosigue su camino; puede caer, porque en él hay fragilidad, cansancio, debilidad humana. Acordaos también del gran profeta Elías que, agotado por las persecuciones de la malvada reina Jezabel, huyó para no ser cogido prisionero por los guardias enviados contra él, pero una vez que alcanzó el máximo de agotamiento, se tiró al suelo, bajo una planta y dijo: “Basta, Señor quiero morir, no puedo seguir adelante” . Agotado, cayó en un sueño profundo y Dios lo dejó descansar, luego lo despertó a través de un ángel que le dio pan, una imagen de la Eucaristía y agua lo invitó a comer, a refrescarse, a recuperar las fuerzas y seguir adelante. No tenéis que escandalizaros si el profeta a veces está cansado, probado y exhausto, es normal que sea así. Os he hablado de Elías, os podría recordar a Jesús, el Profeta más grande, el hijo de Dios, el Salvador que, exhausto, fatigado, sediento, junto al pozo de Jacob, pide un poco de agua para refrescarse y saciar su sed. Hablamos de sed física, obviamente. Mirad, tenéis delante de vosotros como ejemplo al gran profeta Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre el profeta Elías. Cualquier profeta, creedme, como ellos, siente desánimo y cansancio y llega siempre el momento en el que se postra ante un pozo, se postra frente a un tabernáculo o mientras celebra la Santa Misa y dice: "Señor es suficiente, estoy agotado, no puedo soportarlo más". Y el Señor da nueva fuerza, da nueva energía para proseguir el camino y el primero en asombrarse es justamente el profeta que dice: “antes sentía en mí debilidad y ahora siento que la fuerza vuelve para continuar adelante”. ¿Qué puede hacer una comunidad por un profeta? Lo puede proteger, lo puede asistir, puede interceder ante Dios para que se realice lo antes posible la misión que lleva a cabo de una manera tan dolorosa. A menudo, en su camino, el profeta, como Cristo encuentra la cruz, encuentra la inmolación. Cristo ha muerto en cruz, pero antes de morir ha padecido también Él, sobre todo Él, atentados y persecuciones. El fragmento del Evangelio de Lucas, leído hoy, contiene uno de los momentos críticos de la vida del Señor.

En aquél tiempo, Jesús llegó a Nazaret, donde se había criado. El sábado entró, según su costumbre, en la sinagoga y se levantó a leer. Le entregaron el libro del profeta Isaías, desenrolló el volumen y encontró el pasaje en el que está escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a anunciar la libertad a los presos, a dar la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor.

Enrolló el libro, se lo dio al ayudante de la sinagoga y se sentó; todos tenían sus ojos clavados en él; y él comenzó a decirles: «Hoy se cumple ante vosotros esta Escritura». Todos daban su aprobación y, admirados de las palabras tan hermosas que salían de su boca, decían: «¿No es éste el hijo de José?». Él les dijo: «Seguramente me diréis aquel refrán: Médico, cúrate a ti mismo. Lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí, en tu patria». Y continuó: «Os aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Os aseguro, además, que en tiempo de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses y hubo gran hambre en toda la tierra, había muchas viudas en Israel, y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta, en Sidón. Y había muchos leprosos en Israel cuando Eliseo profeta, pero ninguno de ellos fue limpiado de su lepra sino Naamán, el sirio». Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se llenaron de ira, se levantaron, lo sacaron de la ciudad y lo llevaron a la cima del monte sobre el que estaba edificada la ciudad para despeñarlo. Pero Jesús pasó por en medio de todos y se fue. (Lc 4,21-30).

Él mismo reconoció que el profeta no es aceptado por su propio pueblo en su tierra, inmediatamente lo sintió en su persona, porque sus conciudadanos, irritados por las palabras verdaderas que Jesús les había dirigido, lo querían matar arrojándolo por un barranco. Pero su hora aún no había llegado, así que evitó ese peligro, pero se preparó para subirse a la cruz. Después de la cruz vemos una luz más fuerte, más intensa que la aurora boreal, más hermosa que un sol que brilla en el meridiano a mediodía, más potente que cualquier luz inventada por los hombres porque es la Resurrección al amanecer, que comienza a iluminar la Tierra. La Resurrección del profeta se une a la Resurrección de Cristo y forma un todo. El profeta sufre, muere, resucita porque Cristo sufrió, murió y resucitó. He aquí, debéis acompañar a vuestros profetas a la tumba y atestiguar su Resurrección. Sea alabado Jesucristo.