Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 28 septiembre 2008
I lectura: Ez. 18,25-28; Salmo 24; II lectura: Fil.2,1-11; Evangelio: Mt.21,28-32
Una vez más no serían necesarias mis explicaciones, sino que bastaría con haber escuchado los tres fragmentos de la Sagrada Escritura propuestos hoy para reflexionar, meditar y aplicarnos a nosotros mismos lo que Dios ha dicho tanto en el Viejo Testamento como en el Nuevo.
En la segunda lectura, mi amigo Pablo se dirige a los Filipenses. No he usurpado el apelativo amigo, es suficiente que volváis con la memoria a las cartas de Dios y encontraréis confirmación de esto. No habría nunca pensado en apropiarme de este título, si no lo hubieran manifestado antes que yo, el mismo Dios y la Madre de la Eucaristía.
La carta de Pablo es un programa de vida: bastaría poner en práctica lo que dijo el apóstol a estos primeros cristianos de la comunidad de Filipo para cambiar radicalmente, para asemejarse más a Cristo y tener la certeza, incluso durante la vida terrena, de poder llamar un día a las puertas de Paraíso cuando nos venga a llamar la hermana muerte, de la que ha hablado también la Virgen hoy en la carta de Dios. Será suficiente pronunciar nuestro nombre para oír desde la otra parte una voz que diga: "Ven, bendito del Padre, entra en el gozo eterno que para ti y los que son como tú ha sido preparado desde la eternidad". Esto es Evangelio, esta es Palabra de Dios. De aquí nace nuestra certeza.
Si tenéis algún consuelo en Cristo, alguna muestra de amor; si estáis unidos en el mismo Espíritu; si tenéis entrañas de misericordia, llenadme de gozo teniendo todos un mismo pensar, un mismo amor, una sola alma y unos mismos sentimientos. No hagáis cosa alguna por espíritu de rivalidad o de vanagloria; sed humildes y tened a los demás por superiores a vosotros, preocupándoos no sólo de vuestras cosas, sino también de las cosas de los demás.
Procurad tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó sobremanera y le otorgó un nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre.
Pablo empieza la carta poniendo condiciones que tienen que ser realizadas por el hombre. Si tales condiciones son aceptadas, se llega a vivir plenamente la vida espiritual y se eleva cada vez más hacia Dios, por lo que podemos también comprender al apóstol, que al final del primer capítulo, escribe: "Es don de Dios creer en Jesucristo y sufrir por Él". Para creer tenemos necesidad de la ayuda de Dios: nadie puede llegar a Él si Dios mismo, tomándolo de la mano, no lo conduce a Sí. El hombre, por iniciativa propia, no puede convertirse. La conversión de todo hombre, tanto si es de manera ordinaria como de manera extraordinaria, depende de Dios que, por propia iniciativa, da la posibilidad de convertirse. Pablo dice que ha de preocuparse de la vida espiritual de cada Iglesia que ha fundado, catequizado o conocido en sus viajes apostólicos. Su alegría es la alegría de cada Pastor, sacerdote, Obispo y del Sumo Pontífice. Esa alegría no consiste en aumentar el número de los fieles o de las iglesias que se construyen en el mundo; ni consiste en aumentar el número de los miembros del Clero o las ofrendas que los fieles presentan para ayudar a los pobres. Esto que se ha enumerado son alegrías, pero la más grande para los sacerdotes, para los obispos y para el mismo Papa tiene que consistir en saber que en cada cristiano o en muchos cristianos se han dado las condiciones que Pablo enumera al inicio del segundo capítulo de la carta a los Filipenses. "Si encontramos a Cristo, seremos consolados por Él". El apóstol recuerda esto porque tiene presentes las enseñanzas del Señor: "Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré" (Mt. 11, 28). La verdadera consolación no pasa a través de una comunicación humana, o mejor dicho, puede pasar a través de ella, pero la fuente permanece, por lo tanto, siempre y solamente en Dios. En los momentos de la prueba y de la tristeza, recordad lo que la Madre de la Eucaristía ha dicho: "Cuando la prueba os destroza, cuando el sufrimiento os desgarra, levantad los ojos al cielo y gritad: Padre nuestro ; agarraos al altar, agarraos a Jesús Eucaristía y Él os dará fuerza". Hoy podemos añadir que Dios da el consuelo para seguir adelante. Tenemos necesidad de consuelo y a veces lo mendigamos, pero en nuestra experiencia, el consuelo humano, respecto al divino, es bien poca cosa. Puedo revelaros, aunque ya lo sepáis, que Marisa y yo en nuestros sufrimientos esperamos con emoción una palabra de consuelo, de ánimo por parte de Dios, de Jesús, del Espíritu Santo y de la Madre de la Eucaristía. Nos consuelan, aunque poco después nos enfrentemos a otra situación difícil y esperamos una vez más que el Señor se dirija a nosotros y dialogue con nosotros como ha hecho tantas y tantas veces. Para tener comunión de Espíritu primero es necesario estar unidos a Dios. Si queréis mejorar las relaciones interpersonales en vuestra familia, principalmente y esencialmente tenéis que mejorar las relaciones con Dios. De allí es de donde podemos extraer, de la fuente eterna y perenne del amor. Nosotros bebemos el amor que podemos dar, comunicar y poner a disposición de los hermanos; si en nuestro corazón no está el amor de Dios, no podemos dar nada a los demás. El marido, ¿qué da a la mujer? Y la mujer ¿Qué da al marido? No pueden ofrecer certezas. Por eso nacen divisiones, conflictos, separaciones, tribunales, procesos, incluso entre personas que tienen lazos de sangre, de afecto y de parentela. La causa es la ausencia de unión con Dios. El mundo, la sociedad, las naciones, vuestros hijos, pequeños y grandes, la Iglesia misma, viven en un desierto. Sabemos bien que el desierto se combate con el agua; si no hay fuente no hay agua, si no hay Dios, no hay posibilidad de fertilizar ningún terreno, por tanto la Iglesia tiene necesidad de estar estrechamente unida a Dios. En el momento en el que los hombres de la Iglesia se apartan de Dios, o peor aún, combaten las obras que Él realiza a favor de la misma Iglesia, escandalizan a los pequeños y para éstos valen la palabras severas e inflexibles de Cristo: "Es mejor que se pongan una rueda de molino al cuello y se precipiten al fondo del mar" (Lc. 17, 2). Es tremendo, sobre este pecado se aplican los "ayes" de Dios: es motivo de condena eterna obstaculizar incluso una sola alma en el camino de su progreso espiritual. Compasión no es lloriquear por las desgracias de los demás, sino que es mirar alrededor y darse cuenta de los sufrimientos de los que nos circundan, es tender la mano antes de que nos lo pidan, es dar una palabra de consuelo antes que el otro nos demuestre su aprecio. "Compasión" significa sufrir con el que sufre, y si no lo sentimos con quien es pobre, enfermo y necesitado, somos plantas secas que, como ha dicho Jesús, sirven solamente para alimentar el fuego. La gran afirmación "No hagáis cosa alguna por espíritu de rivalidad o de vanagloria" tendría que representar en la Iglesia uno de los preceptos impuestos a los candidatos al sacerdocio y al episcopado. Hay que vivir el sacerdocio y el episcopado como servicio, no como dominio o como poder. El sacerdote y el obispo tienen que ser siervos de Dios y de las almas: "Eh ahí a tu sierva", dijo la Virgen y lo puso en práctica. Cristo es presentado en Isaías, siete siglos antes de que se encarnase, como el siervo de Yahveh que va hacia el sufrimiento. El profeta lo describe tan detalladamente que aquellas páginas son definidas como "el quinto Evangelio". Cristo mismo nos ofrece su ejemplo. La exhortación de Pablo "Tened a los demás por superiores a vosotros" no significa esclavizarse o perder la propia personalidad, sino vivir el espíritu evangélico como lo ha vivido Cristo, vivir nuestro servicio dirigiendo nuestra atención hacia los demás. Os he contado también un recuerdo mío personal, cuando, en una conversación con Dios, le dije: "Dios mío, Tú sabes que sobre todo al inicio de esta misión, cuando era sacerdote ya desde hace siete años" por tanto, no un novicio, pero todavía no lleno de tanta experiencia como podría afirmar ahora, "consideraba a los otros mejores que yo, los veía más preparados, más inteligentes, pensaba que eran más capaces que yo". Dios me respondió: "Por esto te he escogido y te he ordenado Obispo". El ejemplo viene de Cristo. Pablo escribe estas maravillosas palabras de Cristo que, siendo Dios, se ha despojado, ha renunciado a sus atributos divinos o, para ser precisos, los ha escondido; ha velado su divinidad, su omnipotencia y su omnisciencia para mostrarse hombre como los demás. La humanidad de Cristo, la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, es exactamente esto. Dios ha descendido a nuestro nivel encarnándose y convirtiéndose en hombre, aceptando todas las consecuencias de la humanidad excepto el pecado y es hermosísimo encontrar a Cristo sediento, fatigado, hambriento. Es Aquél que ha hecho la multiplicación de los panes, ¿por qué no ha multiplicado los panes para sí? ¿Por qué en la huida a Egipto ha permitido que el paso por el desierto fuera tan doloroso y preocupante sobre todo cuando se levantaba el famoso viento que hacía penetrar la arena a través de los vestidos y nublaba la vista? Habría podido levantar los ojos y decir: "Basta" como en aquella ocasión de la tempestad en el mar, que se lo pidieron los apóstoles. Pensad en estas cosas: Cristo habría podido eximirse del sufrimiento pero lo ha afrontado. Él, para que los hombres no le temieran, se hizo pequeño, niño, adolescente, joven, bueno. Ha seguido todas las etapas de la vida. Parece un crecimiento, pero ¿se puede hablar de crecimiento en Dios? Como hombre sí, como Dios no. Él es infinitamente perfecto y justamente porque se ha humillado, el Padre lo ha exaltado. Ahora todos los seres racionales, irracionales, los ángeles, la creación entera, empezando por la Virgen, tienen que inclinarse y adorar a Cristo verdadero Dios y verdadero hombre. Siguiéndolo en la abnegación, en la inmolación y en el ocultamiento os daréis cuenta de que para llegar a Dios se recorre el camino del sacrificio y del sufrimiento.
Ahora quiero poneros al corriente, ya que sois miembros de esta comunidad, que cuarenta mil personas, en una semana, han vuelto a Dios como ya ha anunciado la Madre de la Eucaristía. Se han verificado veinte mil conversiones entre los jóvenes. Esta misión empezó el 21 de julio; durante un mes no hemos conseguido más de las veinte mil conversiones. Os preguntaréis cuál es el motivo por el cual en una semana ha habido más conversiones que en un mes. El aumento del sufrimiento ha permitido llegar a este resultado. Volviendo a lo que dice Pablo: "Es un don de Dios el sufrir", ¡he ahí el sufrimiento que da miedo y es tremendo! Os lo garantiza aquél que ha vivido en esta semana como Obispo y sacerdote al lado de la víctima. Hemos vivido una semana de pesadilla, en la que muchas veces el corazón aceleraba su ritmo porque estaba aplastado por la tensión y el miedo. Esta misión tan pesada y larga sigue adelante y las almas, sobre todo las de los jóvenes, están volviendo a Dios.
En el fragmento sacado del libro del profeta Ezequiel, leemos:
Me diréis: El camino del Señor no es justo. Escucha, casa de Israel: ¿Que no son justos mis caminos? ¿No son más bien vuestros caminos los que no son justos?
Cuántas veces nos hemos permitido decir: "Dios no puede hacer esto, es imposible que lo haya hecho". Pero ¿quién sois vosotros para decir a Dios lo que puede o no puede hacer, sois vosotros los que dais permiso a Dios? No me refiero a vosotros aquí presentes, sino a los demás. Ayer tarde vivimos una experiencia en la que Dios quiso subrayar que está a nuestro lado incluso cuando pide un sufrimiento que parece hundir a la persona. A través de las experiencias de Marisa, hemos aprendido muchas cosas que no se encuentran en ningún libro de teología, de ascética, de dogmática o de moral.
Os he dicho muchas veces que Dios se ha manifestado verdaderamente como un Papá y es por eso que lo llamamos así: Él es el Papá que conversa, escucha, responde, juega y bromea. Nunca os he dicho otra cosa diferente, en la que Dios se manifestase, si yo mismo no estaba al corriente. Ayer tarde, en uno de los repetidos y frecuentes momentos dramáticos de la jornada de nuestra hermana, al término de la Santa Misa, mientras estaba haciendo una oración espontánea, de repente llegó la Virgen y estaba presente Dios. La Madre de la Eucaristía comunicó una realidad que ha conmocionado a Marisa y también a mí y que puede perturbaros también a vosotros, porque nunca nadie ha dicho esto: sólo la Virgen podía ver a Dios, porque mientras estemos en la Tierra nadie puede gozar de la visión de Dios, ni siquiera los que están en el Paraíso de la Espera. La Madre de la Eucaristía dijo: "Dios en esta momento está llorando, dos lágrimas han descendido por su rostro, porque está sufriendo por lo que están sufriendo el Obispo y la Vidente". Dios estaba llorando. Podéis decir lo que queráis, tanto vosotros como los demás que no forman parte de esta comunidad, a mí no me importa, digo lo que sé, vivo y experimento. ¿Habríais ni siquiera pensado hace algunos años que Dios ríe y bromea? ¿Habríais podido pensar hasta hace dos minutos que Dios llora al ver el sufrimiento de sus hijos? Ahora lo sabéis. Repito, estoy preparado e indiferente con relación a los que hacen juicios al decir: "Esto no puede ser". Basta preguntarles si han estado alguna vez en el Paraíso o si han tenido experiencias sobrenaturales. A los que afirman que tal concepto no está escrito en la Biblia tengo que recordarles que todos los libros de la Tierra no habrían sido suficientes para contener las enseñanzas de Jesús y lo que Él ha dicho. Seguramente Jesús ha hablado de esto con los apóstoles. Cristo ha dado a los cofundadores y pilares de la Iglesia muchas más enseñanzas de las que están contenidas en la Sagrada Escritura y en los Evangelios. La revelación, la manifestación y el conocimiento de Dios siguen una progresión. Los teólogos acerca de Dios sólo han podido balbucir algo; vosotros sabéis mucho más que los teólogos y profesores de la universidad eclesiástica. Ellos saben bien lo que han dicho los teólogos que les han precedido en la enseñanza, pueden incluso saber lo que los doctores de la Iglesia y los mismos padres de la Iglesia han escrito en sus maravillosos comentarios, pero el conocimiento de Dios es ilimitado. Dentro de cien o doscientos años, si quiere, Dios puede manifestar aún algo más de Sí Mismo y por lo que respecta a nosotros, cuando estemos en el Paraíso eternamente, nuestro conocimiento de Dios será continuamente enriquecido y actualizado. La eternidad no es suficiente para hacernos conocer a Dios: no podemos comprenderlo, somos demasiado pequeños y limitados. El infinito no puede ser comprendido en absoluto por el finito, y nosotros somos finitos, limitados. Os invito a pensar en Cristo que llora. Esta escena, descrita en el Evangelio, nos conmueve, pero Cristo ¿no es Dios? ¿Quién puede decir que solamente el que tiene cuerpo llora? Dios es todopoderoso y hace lo que quiere, y también para dejar claro a sus hijos llamados a una vida difícil y en algunos aspectos imposible, que se manifiesta de esta manera y con esta actitud. Comprended ahora también la frecuente súplica de Marisa de ser cogida de la mano y acompañada al Paraíso. Ahora es incesante este deseo suyo de ir a gozar de Dios porque, aunque consciente de que el sufrimiento es un don, después de haberlo vivido durante decenios, es humano que ella diga: "Dio mío basta" He terminado, no puedo más". Pero Dios continúa pidiendo a los que ha llamado, aquellos pocos que le son fieles y están cercanos, que viven una inmolación devastadora, que consume y por éstos llora y sufre. Al sufrimiento no se puede nunca habituar, el que sufre no se habitúa, los otros pueden habituarse al dolor de un enfermo que está en casa, por poca sensibilidad o por escaso amor. Cuando se ama se participa del sufrimiento de la persona amada y si yo sufro por mi hermana, cuanto más Aquél que tiene amor infinito sufrirá por su hijo. Estas reflexiones parecen normales, por desgracia, pero, no forman parte de las enseñanzas y de la doctrina de la Iglesia.
Ahora una última pregunta: "¿Qué podemos hacer nosotros? ¿Qué podéis hacer vosotros?" Intensificad lo que ya estáis haciendo pero con más amor. Si supierais cuantas cosas tengo que deciros, pero termino poniendo un ejemplo: si yo os pido a todos vosotros que hagáis un ayuno, es decir que pido la misma cosa a todos, la respuesta será diferente y más o menos agradable a Dios. Incluso realizando la misma acción, para Dios lo que se hace con más amor tiene un mayor valor. Si la Virgen y el que os habla hacen una oración, la suya es inmensamente superior a la mía porque Ella está llena de gracia y de amor. Ya no es suficiente continuar haciendo lo que habéis hecho, sino que tenéis que hacer lo que la Madre de la Eucaristía está repitiendo continuamente: amad cada vez más. Cuanto más amaréis a Dios, más amaréis al Obispo, amaréis más a la Vidente, os amaréis más cada uno de vosotros, amaréis más a vuestra familia, amaréis más a vuestros enemigos y la misma acción realizada hace un mes y repetida hoy, a Dios le agrada de manera diferente.
¿Habéis comprendido este concepto? Amar, amar, amar, crecer en el amor y todo se vuelve claro, hermoso y confortable en la luz de Dios.
Sea alabado Jesucristo.