Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 30 marzo 2008
II Domingo De Pascua o de la Divina Misericordia (AñO A)
Primera lectura: Hc 2,42-47; Salmo responsorial: Sal 117; Segunda lectura: 1Pt 1,3-9; Evangelio: Jn 20,19-31
[Los que habían sido bautizados] eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la unión, en partir el pan y en las oraciones.
Todos estaban impresionados ante los prodigios y señales que hacían los apóstoles.
Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común; vendían las posesiones y haciendas, y las distribuían entre todos, según la necesidad de cada uno.
Todos los días acudían juntos al templo, partían el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y gozando del favor de todo el pueblo.
El Señor añadía cada día al grupo a todos los que entraban por el camino de la salvación.
Si los hombres de la Iglesia hubiesen tenido siempre en mente las enseñanzas contenidas en la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles, hoy la Iglesia no estaría en la difícil situación en la que se encuentra y, en los siglos pasados, no se habrían escrito páginas tan tristes y preocupantes.
La historia nos muestra que, cuando el hombre quiere prescindir de Dios y busca caminos diferentes de los que Él indica, cuando quiere afirmarse a sí mismo y poner al Señor en la penumbra, ocurre lo que vosotros conocéis y que está descrito en el episodio de la Torre de Babel: conflictos, litigios, discusiones y luchas. La Iglesia, como institución humana, ha conocido también estas dolorosas y graves experiencias, que podían haber sido evitadas. La Iglesia podía estar inmune de todo esto si sus representantes hubiesen tratado de seguir y de respetar la Palabra de Dios. Todo esto es tremendo.
Vosotros sabéis que San Pablo ha comparado la Iglesia al cuerpo místico de Cristo. Así como el cuerpo humano está formado por diversos órganos, con funciones diversas, pero todas vitales y ligadas entre ellas, del mismo modo ha de ser en la Iglesia. La vista, por ejemplo, no puede prescindir del oído, de otro modo el hombre estaría mutilado y así todo lo demás.
Los hombres de la Iglesia, a lo largo de los siglos, han escuchado y puesto en práctica las últimas palabras de Jesús: “Id, pues, y haced discípulos míos en todos los pueblos, enseñándoles a observar todo lo que os he mandado” (Mt 28, 19-20). Por desgracia solo una pequeña minoría lo ha hecho.
En los primeros siglos de la historia de la Iglesia ha habido muchos doctores, padres e ilustres escritores eclesiásticos de los cuales, todavía hoy, después de centenares de años, leemos y meditamos las obras. ¿Por qué, entonces, no añadir al patrimonio pasado un nuevo patrimonio espiritual sobre la base de la Palabra de Dios? Por desgracia, como os he dicho al inicio, los hombres han tratado de sustituir a Dios y de colocarse a sí mismos en el centro de la atención para recoger aplausos y alabanzas que, sin embargo, deberían ser dirigidas exclusivamente a él. Mirad, la Iglesia, para renacer, tiene que quitarse todas aquellas incrustaciones que están pegadas a su cuerpo y volver a respirar el oxígeno de Dios, la gracia y ver la luz del Espíritu Santo. La Iglesia, por otra parte, tiene que alimentarse del pan eucarístico que Cristo nos ha dado y que, por desgracia, los hombres, sin lograrlo, han tratado de derogarlo, reduciéndolo a simple alimento humano.
“Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la unión, en partir el pan y en las oraciones” (Hc 2, 42). El centro del anuncio evangélico es el amor y la caridad. Dios es amor, actúa en el amor y, por amor, ha mandado a Su Hijo a la Tierra. Por amor Dios Hijo muere en cruz y, siempre por amor, resucita y nos abre las puertas del Paraíso. He pronunciado cada vez este inciso “por amor” junto a cada acción de Dios. Examinemos, sin embargo, las acciones humanas. Los hombres ¿han actuado por amor? ¿Han hablado y predicado por amor? La respuesta por descontado es un enorme no, de otro modo la Iglesia no estaría en una situación tan preocupante y triste. La enseñanza de los apóstoles es la misma que la de Cristo. Lucas habría podido escribir perfectamente: “Eran constante en escuchar las enseñanzas de Cristo que sus discípulos se dictaban el uno al otro”. Mirad, demos la interpretación correcta a la expresión: “sucesión apostólica”. Según el uso común el obispo es el sucesor de los apóstoles, porque ha sido ordenado por otro obispo, hasta llegar, en retrospectiva, a los apóstoles. Demos, sin embargo, a esta expresión, un significado más rico de significado o bien el de auténtico ministro de la Palabra de Dios y de los sacramentos. El que os habla no ha recibido la imposición de las manos de los hombres, y sin embargo ha sido ordenado Obispo por intervención divina. Dios, hipotéticamente, podría volver a hacer muchas otras ordenaciones episcopales sin la intervención de los hombres, pero ya no lo hará más. La enseñanza de los apóstoles es justamente esta: vivir en la comunión, que no es la eucarística, sino que es la unión en el amor y en la caridad. Una familia está unida si los miembros se aman, de otra forma está dividida. Lo mismo vale para una comunidad y también para la Iglesia entera.
¿Os habéis preguntado alguna vez por qué hay tantas divisiones en la Iglesia? Por desgracia las divisiones han empezado desde el inicio de su historia, porque ha faltado el amor. Si yo amo a todos mis hermanos, procuraré tener una relación fraterna y constructiva con cada uno de ellos. No me comportaré de modo antagonista, sino que iré a su encuentro respetando las ideas de cada uno, dejándome guiar y aceptando la corrección fraterna. ¿Pero cuáles son las reacciones humanas? He conocido muchas. “¡No sabes quién soy yo!”. Sólo Dios puede afirmar: “Yo soy el que soy” (Ez 3, 14) pero tú, en cambio, tienes que decir: “Yo soy el siervo de Dios”, no eres el Omnipotente, no eres el poderoso, no eres el dueño. Sólo a Dios se le pueden dar estos atributos. Por tanto, en la Iglesia, a lo largo de los siglos, no se ha logrado esta constancia en la comunión y, por desgracia, han tomado el relevo las herejías, divisiones, peleas y discusiones. ¿Queremos volver a la auténtica Iglesia? Amemos a todos, sin distinciones, sin esperar que nos den algo a cambio, sin tener ventajas y de manera generosa y desinteresada.
“Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la unión, en partir el pan y en las oraciones” (Hc 2, 42). Hoy la Virgen, perfecta conocedora de la Palabra de Dios, ha recordado una expresión que, en diversas ocasiones, se ha refería a mi: “Agarraos al sagrario”. El significado es justamente este, significa “partir el pan”, o sea, recibir la Eucaristía, rezar ante la Eucaristía, amarla y adorarla. Esta comunidad, aunque pequeña, aunque probada, aunque cansada, lo hace. Nosotros estamos muy pegados a la Palabra de Dios más que ninguna otra comunidad. Nosotros, con todos nuestros límites, equivocaciones y errores, hemos sido educados en el verdadero amor más que cualquier otra comunidad. ¿Quién puede decir que ama la Eucaristía más que nosotros? Nadie. Se han burlado de nosotros, nos han humillado, perseguido y condenado a causa de la Eucaristía, pero nosotros la amamos. La Eucaristía es la fuente de todo y, sin Ella, no hay absolutamente ninguna vida en la Iglesia. “Todos estaban impresionados ante los prodigios y señales que hacían los apóstoles. (At 2,43). ¡Cuántos prodigios tan grandes han ocurrido aquí! ¿Lo habéis pensado alguna vez? Los apóstoles curaban a los enfermos y han resucitado también a muertos, pero aquí han ocurrido ciento ochenta y cinco milagros eucarísticos y, entonces, también nosotros podemos decir que tenemos este “estar impresionados” que significa aceptación respetuosa de todas las intervenciones sobrenaturales que han ocurrido en este lugar taumatúrgico. ¿Y los otros? La expresión “vendían las posesiones y haciendas, y las distribuían entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hc 2, 45) tiene que ser adaptada a las circunstancias históricas actuales. Hoy vender la propiedad y dividirla con los otros es impracticable, soy el primero en reconocerlo, pero esto puede ser sustituido con cualquier otra cosa.
Se os han enseñado las obras de misericordia corporales del catecismo. Hay que darse cuenta si, a nuestro lado, hay personas necesitadas de una palabra afectuosa, de una ayuda económica, de un poco de compañía o de algún servicio. Esto significa exactamente poner en práctica y realizar lo que está presente en la enseñanza de la Iglesia. Yo puedo decir, con legítima satisfacción y orgullo, que nosotros vivimos en la caridad, nos esforzamos en poner en práctica y en realizar la Palabra de Dios. Pero hay que poner atención, en cuanto que no tenemos que gloriarnos o vanagloriarnos, antes bien reconocer nuestros defectos, los límites y las imperfecciones. Demos gracias al Señor porque nos esforzamos en recorrer el camino que Él no ha indicado a través de Su Palabra y de Sus enseñanzas.
Deseo que la Iglesia pueda volver al pasado, o sea a ser pobre, fiel y humilde. Los que buscan la riqueza, poder y cargos importantes no son los verdaderos y auténticos sucesores de los apóstoles. También la Madre de la Eucaristía, antes, durante la aparición, ha expresado el mismo concepto: “Nosotros estamos escogiendo los obispos, no digo buenísimos, pero sí buenos, para que un mañana pueden colaborar con el nuevo Papa” (De la carta de Dios del 30 marzo 2008).
Trabajar para la Iglesia significa rezar y hacer lo posible para que los pastores sean verdaderamente según el corazón de Dios. Los pastores nos tienen que llevar al pasto, sin embargo, ¿qué hacen? Abren los apriscos y dejan huir al rebaño. A estos no les interesa encontrar la oveja perdida, sino que sólo tratan de acumular nuevos terrenos para sus propios pastos y para sí mismos, defraudando a las almas de sus propias posesiones
La Iglesia, en su componente humana, tenemos que reconocerlo, es pecadora y nosotros somos pecadores. Si yo dijese y os enseñase lo contrario, iría contra la enseñanza de Cristo, pero es consolador saber que Jesús ha venido por los pecadores. De hecho, si nos reconocemos pecadores, podemos escuchar con esperanza las palabras de Jesús que ha dicho: “No he venido para llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2, 17), o sea he venido por vosotros que os sentís pecadores, he venido para ayudaros a pasar del pecado a la gracia, del egoísmo al amor, de la escasa fe a una fe más adulta y a una esperanza más cierta. Y, ya que conoce muy bien nuestras debilidades, porque es Dios y nos ha creado, Él nos dice: “No os preocupes si caéis, también Pedro ha caído y también los apóstoles han caído, Yo inventaré algo para vosotros, para que podáis daros una buena ducha y os podáis limpiar y poner los vestidos blancos, para poder participar en el banquete eucarístico”, ésta es la Confesión.
Una sencilla constatación: en el mismo ambiente donde aconteció la institución de la Eucaristía, el cenáculo, el lugar en el cual los apóstoles se habían recluido por miedo de los judíos, Jesús también instituyó el sacramento de la Confesión, por tanto creo que tendremos que empezar a asociar el cenáculo también con la institución de la Confesión. El lugar es el mismo, las personas son las mismas y Aquel que ha instituido los sacramentos es el mismo. También la Virgen es la misma. ¿Veis cómo nadie ha hecho caso a ciertas realidades incluso tan evidentes? ¿Por qué cuando decimos cenáculo pensamos sólo en la institución de la Eucaristía y no pensamos también en la institución de la Confesión? ¿Podemos acercarnos a la Eucaristía, recibir la Santa Comunión, si estamos en pecado? No. Ambos sacramentos son la manifestación maravillosa del amor de Dios.
En el mismo lugar Jesús dijo: “A los que perdonéis los pecados, les serán perdonados; a los que no se los perdonéis, no les serán perdonados”(Jn 20, 23). Nosotros somos un pequeño cenáculo y cogemos fuerza, luz y sugerencias del gran cenáculo. Hemos dado siempre gracias a Dios, muchas veces, por habernos dado el don de la Eucaristía, hoy damos gracias a Dios también por habernos dado el don de la Confesión. Reflexionad sólo sobre este aspecto: sin la confesión ¿quién nos daría la seguridad y la certeza de volver reconciliados y de ser verdaderamente hijos de Dios? Pensad lo tontos que son los hombres, algunos han tratado de abolir el sacramento de la Confesión; sin embargo Jesús nos ha dado este don y nos ha indicado este camino: vayamos a este sacramento y tendremos grandes beneficios. Pero ¿dónde está la fe?
Algunos hombres han tratado de sacar estos dos grandes sacramentos: la Confesión y la Eucaristía. Querían abolir el primero y reducir el segundo a un recuerdo y no a una realidad y a un único sacrificio. Algunos piensan que se pueden confesar solos, directamente con Dios. Cuando estamos mal ¿nos curamos solos, o vamos al médico? ¿Y el alma? El alma tiene un recorrido más difícil que el del cuerpo, porque hay muchas realidades que no somos capaces de comprender y tenemos necesidad de que nos las expliquen. Por lo tanto, si no tenemos la palabra iluminada del pastor, estamos en una situación de perenne agitación, de confusión, de escrúpulo, de tensión, de sufrimiento y de amargura. Jesús no quiere esto en absoluto. La Pascua es la muerte, la pasión y la resurrección de Jesucristo, que celebramos también nosotros aquí, en este pequeño cenáculo, pero recordemos también nuestra muerte en el pecado y nuestra resurrección en la gracia.
Demos gracias a Dios. Vosotros todavía no os dais cuenta, probablemente, porque os habéis habituado a los grandes dones que Dios nos ha dado, a las grandes gracias y a las grandes enseñanzas que nos ha dado. Cuando uno está acostumbrado demasiado bien se duerme y piensa que todo lo que viene después es un derecho adquirido. Nosotros no tenemos derechos adquiridos, sólo tenemos que demostrar a Dios amor, gratitud y reconocimiento.
Hagámoslo y estaremos más tranquilos y más serenos. Sea alabado Jesucristo.