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Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 30 abril 2006

III Domingo de Pascua (año B)
I lectura: Hch 3, 13-15. 17-19; Salmo 4; II lectura: 1 Jn 2, 1-5; Evangelio: Lc 24, 35-38

Lo digo con placer y lo hago de buena gana: no es la primera vez, que me veo obligado a cambiar el tema de la homilía cuando determinadas circunstancias o la carta de Dios, que nos trae la Virgen antes del inicio de la Santa Misa, me empujan a hacerlo. Hasta esta mañana pensaba que el tema de la homilía tenía que ser lo que venía indicado del fragmento del Evangelio de Lucas pero, después de todo lo que ha dicho la Virgen, creo que, sin embargo, es oportuno para nosotros, como comunidad, detenernos en el fragmento de la carta de San Juan apóstol.

Sin embargo, dos pequeñas reflexiones sobre el Evangelio, os las puedo regalar y una se refiere a los versículos que preceden al fragmento que se acaba de leer. Cuando los discípulos de Emaús fueron a ver a los apóstoles y les contaron que habían encontrado al Señor narrándoles lo que Jesús les había dicho, los apóstoles les respondieron que Él se había aparecido también a Simón; os recuerdo que no se había manifestado todavía a los demás apóstoles a los que se les aparecería el domingo por la tarde. Sobre la aparición de Jesús a Simón solo habla de ello Lucas y os explico por qué motivo. Cada vez conocemos más a San Pablo y comprendéis lo grande, maravilloso y profundo que es en sus enseñanzas. Pues bien, Lucas supo por Pablo, ya que era su discípulo, sobre esta aparición exclusiva de Jesús a Simón después de la resurrección. Lucas era aquél que, más que los demás, escribió el Evangelio, teniendo siempre presente que Pablo no había podido escuchar directamente a Cristo, como los demás apóstoles, pero ciertamente en el período en el que se retiró al desierto a reflexionar, además de recibir allí la ordenación episcopal por Jesús, habría tenido seguramente también la posibilidad de recibir de Él mismo el anuncio y la comunicación del Evangelio. Por ahora es suficiente decir esto.

Vayamos ahora al fragmento de la carta de San Juan. No quiero examinarlo todo, pero quiero que os detengáis, en este momento, con especial atención a lo que dice Juan. Notad la pregunta que hace y el hecho de que él mismo da la respuesta: “¿Quién conoce verdaderamente al Señor?” y la respuesta que da es esta: “El que observa Sus mandamientos”. Conoce al Señor el que observa Sus mandamientos. Está claro que, en este contexto, no se habla de un conocimiento intelectual o cultural sino de una relación personal. Está fuera de lugar afirmar que el que no observa los mandamientos pueda tener una relación con Cristo, pero, por el contrario, es cierto que tiene una relación, una intimidad, una familiaridad y una unión con Cristo el que observa los mandamientos porque el que no los observa está fuera de la gracia: para conocer a Cristo debemos estar unidos a Él por la gracia. Y lo que surge de esta condición lo explica Juan que, a pesar de que es el apóstol de la dulzura y del amor, aquí tiene una expresión muy fuerte porque verdaderamente quiere defender la verdad con autoridad, por lo que llega a decir que es un mentiroso el que afirma que conoce a Cristo sin observar Sus mandamientos. Pero Juan, no se detiene en la expresión “es un mentiroso”, sino que va más allá porque dice: “La verdad no está en él” y si la verdad no está en quien no observa los mandamientos entonces esta persona es una mentirosa, es falsa y la falsedad, la mentira están dentro de él; en consecuencia, los que tienen falsedad, los que tienen mentiras, los que tienen pecado dentro de sí mismos, está claro que no pueden en absoluto llegar a comprender a Dios, a conocerlo a él y a sus obras.

Vayamos ahora a la experiencia, o mejor, a la misión, por ahora limitada a los jóvenes. Permitidme dirigirme a ellos sin excluiros en absoluto a vosotros adultos. Esta llamada se ha de equiparar a la que Jesús hace a los apóstoles. Jesús les dijo: “Tendréis que dar testimonio de Mí” y es lo que vosotros estáis haciendo. Cuando la Virgen os dijo: “Id y dad testimonio sobre lo que habéis visto, lo que habéis sentido, defended la verdad, defended los milagros eucarísticos”, significa que habéis sido investidos desde arriba y no por mí, para cumplir una misión de la cual tendréis que responder ante Aquel que os ha llamado a cumplirla. Y eh ahí, entonces, qué importante es que en vosotros, que estáis recorriendo el camino de los apóstoles, esté la luz, la fuerza y el valor que viene del Espíritu Santo. No tenéis que tener miedo ni de hablar ni de defender la verdad porque se ha de defender haciendo cualquier sacrificio. Este compromiso, esta misión, esta llamada del Señor, entendedla también como una caricia, como un beso, como un abrazo que, a través de vosotros, el Señor quiere hacer y cumplir hacia los sacerdotes. Entre ellos ciertamente hay sacerdotes honestos y buenos pero que no saben cómo son las cosas o sacerdotes que han escuchado una sola versión de los hechos, que han sido enseñados y es correcto el obedecer y mostrar obediencia a la autoridad eclesiástica. Pero cuidado, queridos míos, aquí vuelve el discurso que ha hecho Juan. Me gustaría que lo que digo no fuese tomado como falta de respeto mía o como un juicio hacia la autoridad de mis hermanos, pero cuando Juan escribe: “Son mentirosos los que no observan los Mandamientos del Señor”, no se dirige solo a los fieles. Como cuando Jesús, en el capítulo XVIII de San Matero, y esta gran enseñanza os fue bien explicada, hablaba de la corrección fraterna, no pretendía limitarla sólo a los fieles, a sus semejantes, sino a todos. Cuando Jesús dice: “Si tu hermano se equivoca…”, todos los hombres han de ser considerados hermanos míos, desde el jefe hasta el último de los sacerdotes, hasta el último de los fieles. Todos son mis hermanos y todos mis hermanos, incluido el que os habla, están expuestos a la fragilidad, a la debilidad y pueden equivocarse; ante un error, una falta que puede ser hecha por cualquier autoridad, la corrección fraterna es un deber que es empujado y realizado por el amor, porque la corrección tiene por objeto reparar la falta y empujar hacia el bien, hacia la santidad y hacia la perfección a quienes la han cometido. Vosotros habéis hecho un poquito como los apóstoles. Recordad, de hecho, que en el Evangelio está escrito que Jesús enviaba a los apóstoles a predicar. Eran sus primeras experiencias apostólicas y cuando volvían contaban a Jesús lo que habían dicho, visto y hecho. Pues bien, lo mismo estáis haciendo conmigo. Vosotros no sois los apóstoles ni yo soy Jesús pero, modestamente, Le represento y vosotros habéis recibido la misión del apostolado. Tampoco para los apóstoles iba todo bien siempre, no siempre hablaban, predicaban y convertían, porque las oposiciones continuaban y se volvían contra Jesús, tanto que continuamente pensaban en matarlo y, posteriormente, lo lograrían. Habéis visto y estáis empezando a experimentar que en los sacerdotes, incluidos los buenos, hay ignorancia y falta de documentación respecto a estas verdades porque conocen solo lo que les han dicho personas mentirosas. Faltar a la caridad y ofender la verdad significa ir contra los mandamientos de Dios y, por tanto, estos son mentirosos y en ellos no está la verdad; si no tienen la verdad no pueden regalarla a los demás. Eh ahí porque digo y repito que vuestro apostolado es un gesto de amor, por parte del Señor, para restablecer la verdad. Habéis visto cuantas veces los sacerdotes se han encontrado en dificultades, no podían orientarse, porque se sentían profundamente impresionados por la verdad y se ponían a reflexionar sobre lo que les habían dicho hasta entonces. Tened valor, no presunción, no triunfalismo, pero actuad con calma, determinación, serenidad y sosiego exponiendo la verdad, descubriréis que los mentirosos, por no guardar los mandamientos, continuarán rechazando la verdad, pero sin embargo los que están en la verdad y observan los mandamientos, pero tienen informaciones erróneas, empezarán a creer, a pensar, a documentarse y, ciertamente, llegarán a la comprensión plena y a la aceptación total.

La virgen ha insistido mucho en el hecho de que no existe absolutamente ningún documento, ningún documento que condene al que habla y, si no existe el decreto que condena entonces la condena no existe; no hay ni la más mínima sombra en los registros de que se haya hecho un juicio, que es obligatorio que se haga. Mirad, para vosotros debería ser extremadamente sencillo, bastan estos dos argumentos. También los sacerdotes buenos preguntaron si existía este documento y vosotros dijisteis que os lo enseñaran porque hace años que lo estamos pidiendo pero no se puede enseñar porque no existe. No ha habido ningún procedimiento y por esto no puede haber condena. Ni siquiera el Papa, con todo el respeto, puede decir: “Condeno a esta persona y la pongo fuera de todo ejercicio sacerdotal”, si lo hiciera, ojo, la mía es sólo una hipótesis, caería en la situación que describió Juan, es decir, iría en contra de los mandamientos. Tenemos que llegar a esta conclusión: cualquier autoridad que va contra los mandamientos es mentirosa, en ella no está en absoluto la verdad. Nos aferramos a la escritura, aceptamos y respetamos la revelación privada pero, sobre todo, profundizamos, amamos y nos esforzamos en conocer la revelación pública. Ninguna comunidad, al menos las que yo conozco, hace de la palabra pública y oficial de Dios un culto, una atención, una profundización como estamos haciendo nosotros. Por tanto para vosotros todo se vuelve extremadamente fácil, nadie puede condenar si no hay una falta probada. Cristo, Jesús Eucaristía, que hemos aprendido a amar y a seguir, entrando en vosotros, hoy, os dará ciertamente aquella paz que es necesaria que deis también a los que encontraréis. No tenéis que levantaros como maestros sino como hermanos, con sencillez, con gracia, con amor y, con respeto, debéis decir cuánto os sugiere el corazón. Cuando os encontréis con los sacerdotes la Virgen estará a vuestro lado y, si ella está cerca, en bilocación, lo estará también Marisa; la Virgen os dará la ayuda necesaria para que podáis hablar. Incluso los que, por el carácter, por temperamento o por el estilo de vida, puedan tener un poco de miedo de este encuentro, gracias a estas premisas no tendrán temor y sólo quedará el gozo de prestar un servicio a la verdad, la satisfacción de haber sido instrumentos escogidos por el Señor para obrar y realizar sus designios en la forma y en el momento en que Él quiera y a las personas a las que Él os quiera dirigir.

Que el Espíritu Santo os acompañe y que la gracia de Dios esté siempre en vosotros y adelante, valor, serenidad, amor, fuerza y constancia, aunque encontréis obstáculos, no tenéis que derrumbaros nunca sino fortaleceros e ir más allá porque ésta es una de las formas en que nuestra amada, predilecta y querida diócesis de Roma puede empezar a renacer y, si la cabeza renace, si Roma resurge, la sede del papado, renacerá también la Iglesia.

Alabado sea Jesucristo.