Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 31 mayo 2009
Pentecostés (Año B)
I Lectura: He 2, 1-11; Salmo: 103; II Lectura: Gal 5, 16-25; Evangelio: Jn 15 26-27; 16, 12-15
Para comprender bien lo que ocurrió durante el día de Pentecostés es necesario hacer un paso atrás hasta el momento de la Ascensión, dejándonos guiar una vez más por la Sagrada Escritura. Sólo Lucas habla de la Ascensión, pero de manera genérica en las últimas líneas de su evangelio y de manera detallada en el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles (Hc 1). Terminada su permanencia en la Tierra, Jesús, como dice Lucas, se fue al monte de los Olivos, donde está Getsemaní, en presencia no sólo de los Apóstoles, sino que ciertamente también de María, de las piadosas mujeres que le habían acompañado y por parte de aquel núcleo de primeros discípulos a los cuales Pedro se dirigió después de la Ascensión, y asciende al Cielo. A continuación los Apóstoles vuelven a Jerusalén, que distaba poco más de un kilómetro desde el monte de los Olivos, y subieron a la parte superior de la casa que ya habían habitado. No hay motivo para pensar que no sea el mismo lugar en el cual Jesús había instituido la Eucaristía, ya que el propietario, amigo fiel de Jesús, continuaría cediéndole el uso a su madre, a la que conocía bien y a los apóstoles. Allí empezó la primera gran novena de la historia de la Iglesia: nueve días de oración. A mí me gusta pensar, y el corazón me sugiere con fuerza esta certeza, de que bajo la dirección, el consejo y el aliento de la Madre de la Eucaristía, los Apóstoles empezaron a celebrar la Eucaristía.
He tenido ya ocasión de deciros que de la Eucaristía Jesús ha hablado mucho más frecuentemente y más largamente que cuanto está presente en la Sagrada Escritura; recordad lo que dice Juan al final de su Evangelio "Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribiesen una por una, me parece que en el mundo entero no cabrían los libros que podrían escribirse" (Jn 21, 25)
Jesús habría dado las instrucciones, pero en la atmósfera de tristeza causada por el alejamiento físico después de la Ascensión, los Apóstoles vivían en un estado de desbandada, de desilusión y de confusión que la Madre de la Eucaristía trató de gobernar y, en parte, de disipar dudas. ¿Cómo? Haciendo que celebraran la Santa Misa. Incluso tras la decisión de los Apóstoles de encontrar un sustituto de Judas, estaba el aliento y el consejo de la Virgen que ellos escuchaban muchísimo porque habían visto personalmente cuál era el grandísimo respeto y amor que tenía el Hijo a su Madre. Así Pedro ejerce el papel que le ha sido confiado como cabeza de la Iglesia, como primer Papa. Se dirige a aquellos 120 discípulos de los que hablan los Hechos de los Apóstoles y dice: "Conviene, por tanto, que uno de los que nos han acompañado el tiempo que Jesús, el Señor, estuvo con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que subió al cielo, sea constituido testigo de su resurrección con nosotros" (He 1, 21-22). Propusieron dos personas, José llamado Barsabá y Matías, lo echaron a suertes y salió elegido Matías. No termina aquí la responsabilidad de los Apóstoles y de Pedro en particular. Matías tiene que equipararse a los otros Apóstoles, pero no había sido ordenado obispo por Jesús como lo habían sido los Apóstoles. Pedro, por tanto, empezó a ejercer en el cenáculo el sacramento del orden con Matías, por tanto, siguió el itinerario normal, diferente del de Pablo que seguirá el extraordinario y que ocurrirá de nuevo después de 2000 años y molestará tanto a los poderosos hombres de la Iglesia.
Así, reformado el número de los doce, empieza de nuevo la oración y la celebración eucarística: nueve días de incesante oración. Los Apóstoles sabían que, antes de empezar la misión, descendería el Espíritu Santo, eran conscientes de ello. Además en los últimos capítulos del evangelio de san Juan está el discurso que Jesús empieza en el cenáculo y prosigue a lo largo del trayecto hacia el huerto de Getsemaní: "Cuando venga el defensor, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. Y vosotros también lo daréis, porque estáis conmigo desde el principio" (Jn 15, 26-27).
Esto era lo que esperaban los Apóstoles.
"Al finalizar el día de pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente un ruido del cielo, como de viento impetuoso, llenó toda la casa donde estaban. Se les aparecieron como lenguas de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse" (Hc 2, 1-4).
En este pasaje dice que estaba acabando el día de Pentecostés. En el culto hebraico, Pentecostés era celebrado el quincuagésimo día después de Pascua, como en el culto cristiano. Con motivo del día de Pentecostés hebraico se celebraban también los ritos de agradecimiento a Dios por todo lo que les había dado con el don de la cosecha. Cuando leéis que era el momento en el que el día se estaba terminando, no significa que estemos al final de la jornada. Si hubiera sido de noche, ¿Podían ir los apóstoles inmediatamente al templo? Según los hebreos el día empezaba al atardecer del día anterior y por tanto la fiesta de Pentecostés, como las otras fiestas, empieza al atardecer del día anterior y teniendo presente las horas transcurridas del atardecer, las de la noche y las de las primeras horas de la jornada, está claro que para acabar el día de Pentecostés faltan pocas horas. El descenso del Espíritu Santo se llevó a cabo - y se comprende por toda la historia - alrededor de las nueve de la mañana.
Entonces sucede algo que da un giro a la acción apostólica: nace la Iglesia. Las indicaciones del viento y de las lenguas de fuego son maneras de indicar que ha habido una verdadera teofanía. También en el Antiguo Testamento hay expresiones en las que Dios se manifiesta a través del viento. Estas son manifestaciones externas que indican claramente que está ocurriendo algo grande. Y algo grande es el nacimiento de la Iglesia. La Iglesia nace el día de Pentecostés.
En la frase "estaban todos juntos" no se indica el sujeto y nosotros comúnmente pensamos que se refería solo a los Apóstoles. Pero no es así. Leed lo que dice en el primer capítulo: "Entonces regresaron a Jerusalén desde el monte de los Olivos, que dista poco de Jerusalén, lo que se permitía andar en sábado. Y así que entraron, subieron a la estancia de arriba, donde se alojaban habitualmente. Eran Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago el de Alfeo, Simón el Zelotes y Judas el de Santiago. Todos ellos hacían constantemente oración en común con las mujeres, con María, la madre de Jesús, y con sus hermanos (Hc 1, 12-14). Cuando volvieron del monto de los Olivos Lucas dice que estaban presentes, y nombra, a los once apóstoles, pero sobre las mujeres especifica el nombre de María, madre de Jesús, y añado que había más personas, aquellos 120 de los que os he hablado. Por lo tanto, en el cenáculo, en el momento de la venida del Espíritu Santo, estaba presente potencialmente toda la Iglesia en sus varias distinciones: la virgen, los Apóstoles, los laicos, hombres y mujeres.
¿Cuál es la característica principal de la Iglesia, que por desgracia hemos olvidado? Ser misionera, ésta es la esencia, porque indica la tarea que Cristo ha confiado a los Apóstoles y a sus sucesores: "Id y predicad a todas las gentes". Pero para hacer esto no sólo hace falta fuerza, valor, luz y persuasión muy grande, no es suficiente confiarse a las capacidades humanas: óptimo orador, profundo conocedor de la teología, elocuente y dotado al expresarse. No, si quiero que mis palabras sean penetrantes y hacerlas llegar al corazón de quien me escucha, tengo que confiar única y exclusivamente en Dios, exactamente en el Espíritu Santo, que me ilumine a mí mientras os hablo y a vosotros mientras escucháis. De este modo nace y se refuerza la Iglesia. Por tanto la Iglesia nace oficialmente el día de Pentecostés.
Los Apóstoles han pagado su fidelidad a Cristo con el martirio; durante siglos la Iglesia se ha alimentado de la sangre de sus mártires, pero, al seguir adelante, ha experimentado oposiciones en el interior entre varios grupos, por lo que han nacido cismas, herejías, divisiones, alejamientos, traiciones y abandonos. Como dice Pablo, estos hombres que han satisfecho el deseo de la carne y sin embargo no han respetado los deseos del espíritu, han hecho que, a pesar de la válida sucesión apostólica en La iglesia, ésta haya sido contaminada por círculos corruptos y podridos.
Después de años, mejor dicho, de siglos, ha llegado el momento en el que la Iglesia tiene que renacer porque no puede dar al mundo este tipo de testimonio. Los medios de comunicación hablan continuamente de escándalos dentro de la Iglesia, entre sacerdotes y altos prelados, y no podemos permitir que siga siendo mancillada y golpeada por quien tendría que defenderla y protegerla. Nunca como ahora las condiciones religiosas, morales y eclesiásticas han sido tan negativas y perjudiciales. Esta podredumbre ha sido afirmada también en la novena estación del via crucis recitada por el entonces cardenal Ratzinger. Él dijo estas palabras: "En la iglesia hay suciedad y soberbia". Yo ratifico estas palabras porque en la misión a la que Dios me ha llamado he sido, junto a la Vidente, informado hasta en los mínimos detalles de cosas, que entran en la suciedad y la soberbia. Hay que limpiar de nuevo la Iglesia, alejar a los mercenarios, llevar el rebaño hacia los pastos que den el buen alimento a través de la Palabra de la Sagrada Escritura y el pan eucarístico.
Tiene que volver, y ha vuelto, aunque no seguida por todos, la Eucaristía, al centro de la Iglesia. Cuando Cristo fundó la Iglesia, sólo uno traicionó; los otros tuvieron momentos de debilidad, pero luego dio su fruto con un entusiasmo y una fuerza notable predicando en todo el mundo.
Antes del concilio de Trento, se intentó que los hombres de Iglesia volviesen a una cierta limpieza interior, pero se consiguió sólo en parte; rondaba esta expresión: "Hay que renovar la Iglesia en el vértice y en sus miembros". Y después de cinco siglos, esta frase es todavía más urgente y la situación es aún mucho más grave.
El escritor florentino Domenico Giuliotti, hablando de Italia, la ha descrito con dos adjetivos superlativos: esta nuestra brutalísima y santísima Italia. Existe el bien y el mal, hay santidad y pecado, pero hoy, por desgracia y dolorosamente, prevalece el fango. Hay personas que se han alejado de la iglesia por escándalos que han conocido, visto y padecido. La juventud, como masa, ya no está interesada en las enseñanzas del Evangelio porque éstas no se imparten. Por lo tanto, es justo que la Iglesia tenga que renacer, pero este trabajo es mucho más difícil que en su fundación.
La oración que ha hecho Marisa es de una claridad extrema. Dios quiere que los hombres colaboren en sus designios de renacimiento y sepan perfectamente que Él puede prescindir de cada uno de nosotros, empezando por el que habla, pero su voluntad es diferente. Por esto tenemos que seguir adelante. Yo creo poder afirmar que ninguna comunidad ama a la Iglesia como la amamos nosotros, porque hemos sido educados en este amor y sufrimos porque nos gustaría verla sin aquellas manchas que los hombres echan continuamente sobre ella. Habéis rezado y de ahora en adelante será esta la intención que nos acompañará y se prolongará también cuando termine el año de la fe. Rezad por todos los que son propuestos para los lugares de mando para que puedan ejercer un servicio y no busquen el poder, para que puedan amar todos la virtud, de manera particular el amor y la que hace diferente al sacerdote de los demás, es decir, la pureza, la castidad y la humildad, teniendo la convicción de que somos siervos y siervos inútiles, como dice Jesucristo.
Si tenemos gracia cumpliremos lo que Pablo llama los frutos del espíritu; los demás no nos interesan. Los frutos y las acciones que proceden de la carne no nos interesan, no porque ya estemos al cabo de la calle, sino porque nos esforzamos por ser fieles discípulos de Cristo. Y si la fragilidad y la debilidad tuvieran que sobresalir, existe, gracias a Dios, el sacramento de la confesión, a través del cual podemos recuperar la plena filiación con Dios y la unión con los hermanos. Porque, repito, cuando un cristiano peca gravemente pierde la gracia y no sólo se aleja de Dios sino también de los hermanos. ¿Cómo puede estar unido a los hermanos si en él hay pecado, si es aquella rama que se ha alejado y se vuelve seca y sirve solamente para alimentar el fuego?
"Muchas cosas tengo todavía que deciros", ha dicho Jesús, y yo en esto veo la continuidad de la enseñanza de Dios a lo largo de los siglos. Aquellas manifestaciones divinas, las teofanías, las cartas de Dios y las apariciones marianas, que los hombres de la Iglesia han rechazado, están presentes aquí. "Muchas cosas tengo que deciros todavía, pero por el momento no podéis con ellas" (Jn 16, 12).
A lo largo de la historia Dios se hace presente de varias maneras, y las personas que han acogido las acciones e Dios han visto nacer de nuevo en ellos, la verdadera vida espiritual de manera abundante. La palabra de Dios la puede entender y hacer comprender sólo el que está dotado de la luz del Espíritu Santo, si no hay luz no hay comprensión. Que cada uno de vosotros dé lo mejor de sí mismo.
Puedo decir con san Pablo: "sed mis imitadores como yo lo soy de Cristo" y diciendo así no quiero excluir, a la Vidente, sino que la incluyo. Hemos tratado con nuestros límites de seguir a Cristo, por ahora hemos seguido a Cristo sufriente, pero espero que dentro de no mucho podremos seguir a Cristo triunfante. Porque en el momento en el que renace y triunfa la Iglesia, recordad que triunfa Cristo y entonces podremos cantar Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat, por todos los siglos de los siglos.