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Carta escrita por S.E. Mons. Claudio Gatti, Obispo ordenado por Dios, a 68 cardenales, escogidos según los criterios indicados por Nuestra Señora, para proponer una solución que podría, si es aceptada por la Autoridad Eclesiástica, resolver el grave y delicado problema de los sacerdotes que quieren casarse y continuar ejerciendo el ministerio y de los sacerdotes que ya están casados, después de haber obtenido la reducción al estado laical, y que desean ser readmitidos para el ejercicio del orden sagrado

Queridísimo hermano,

no podemos continuar observando, silenciosos e impotentes, la grave hemorragia que desde hace decenios azota a la Iglesia: el abandono del sacerdocio por parte de decenas de millares de sacerdotes.

Según estimaciones, no sé si fiables, los sacerdotes que han pedido la dimisión del estado clerical son cerca de 150 mil, una cifra impresionante si se piensa que los que ejercen actualmente el ministerio sacro son poco más de 400 mil.

Después de haber rezado y reflexionado durante largo tiempo, he formulado una solución que se puede proponer a aquellos sacerdotes que, cada vez más numerosos, e incluso a veces alentados por los obispos, piden la abolición de celibato, la facultad de casarse y la posibilidad de continuar ejerciendo el sacerdocio. La misma solución se puede trasladar también a los sacerdotes que, habiendo obtenido la reducción al estado laical, se han casado y querrían reincorporarse al ejercicio del sacerdocio.

Mi propuesta calmaría la animosidad y volvería estéril los razonamientos de ciertos famosos personajes que se presentan como profetas, enviados por Dios, para introducir de nuevo en la Iglesia el sacerdocio ejercido por personas casadas.

San Pablo ha afirmado que la virginidad es una elección libre y no un precepto impuesto por el Señor (I Cor. 7,25), pero los que aspiran al sacerdocio, tienen que asemejarse al Primer y Sumo Sacerdote y tener presentes sus palabras: "No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos para el reino de los cielos. Quien pueda entender, que entienda". (Mt. 19,11-12).

Es verdad que durante los tres primeros siglos de la historia de la Iglesia los obispos, los presbíteros y los diáconos podían contraer matrimonio, pero es necesario también recordar las razones por las que el Concilio de Elvira (360) impuso el celibato al clero: la decadencia del estilo de vida y el desvío moral de sus miembros.

Hasta entonces los pastores de la Iglesia podían casarse, pero sólo antes de la sagrada ordenación, no después. Si querían casarse después de la ordenación, tenían que renunciar al cargo.

También San Pablo advierte que los que se casan "tendrán su tribulación en la carne, que yo quisiera evitaros. Yo os quisiera libres de preocupaciones: el no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor" (I Cor. 7,28-32).

Los ministros de Dios tienen que vivir el celibato con alegría, porque con su vida casta tienen que recordar a los hermanos laicos, a menudo sumidos en la materia, la condición final del hombre. Su vida, consagrada a la castidad, es una anticipación del estado de la resurrección: "Pues en la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el cielo" (Mt. 22,30). La Madre de la Eucaristía ha hecho saber que Dios quiere que los sacerdotes vivan en gracia, respeten el celibato y practiquen la virtud de la castidad.

Para impedir a los ministros sagrados que pequen contra el sexto mandamiento y que cometan sacrilegios, es mejor concederles, sin mucha resistencia por parte de la Autoridad Eclesiástica, la reducción al estado laical para que se casen.

A los sacerdotes que quieran casarse y continuar desempeñando el ministerio sacro y a los sacerdotes reducidos al estado laical y casados que quieren reincorporarse al orden sacro, la Iglesia, que tiene que continuar amándolos como a hijos predilectos, puede concederles que formen parte del diaconado permanente y que ejerzan las funciones propias del diaconado.

Estos sacerdotes que han realizado estudios de teología, completado su formación y acumulado experiencia, son un potencial valioso para la Iglesia, a la cual pueden proporcionar una aportación provechosa.

Pueden ser ministros ordinarios del Bautismo y de la Comunión y pueden ser delegados para ayudar al Matrimonio.

Pueden impartir bendiciones particulares y la bendición eucarística. Pueden predicar la Palabra de Dios y dar cursos de preparación al Bautismo, a la Primera Comunión, a la Confirmación y al Matrimonio. De manera particular pueden ayudar espiritualmente a los enfermos y a los ancianos, a los que la Virgen llama "perlas del Señor". De hecho pueden ir frecuentemente a verlos para llevarles el consuelo de la Santa Comunión y el consuelo de la Palabra de Dios. Por otra parte, si los enfermos y los ancianos que visitan estuvieran en peligro de muerte y no fuera posible localizar al sacerdote para confesarlos, podrían, según el can. 976 del C.I.C. absolver válida y lícitamente sus pecados.

Los presbíteros que ejerzan las funciones del diaconado tienen que formar parte de la diócesis y depender de un obispo. Es incumbencia de los Ordinarios el estudiar los modos y establecer los tiempos para readmitirlos al ejercicio del ministerio sacro.

Espero que esta propuesta sea acogida favorablemente por el Vaticano y por los obispos para acabar con una plaga muy dolorosa en la Iglesia y deseo que la Autoridad Eclesiástica competente me reconozca la paternidad de haberla propuesto.

Queridos hermanos, después de haber leído esta propuesta mía, no podéis actuar como si tal cosa y disimular vuestras responsabilidades con el silencio.

Tendréis que rendir cuentas a Dios y al futuro Papa, que ciertamente no será aquél cardenal, conocido de todos, que está llevando a cabo una frenética actividad para cosechar consensos para ascender al Solio Pontificio.

Para conocer como actúa Dios cuando llama a alguien a llevar a cabo una misión, leed la historia de David (I Sam. 16,1-13).

Sobre los hermanos obispos y sacerdotes que tendrán que valorar mi proposición, invoco la luz del Espíritu Santo.

María, Madre de la Eucaristía, nos proteja a todos (Juan Pablo II).


Claudio Gatti

Ordenado Obispo Por Dios

Roma, 23 marzo 2008


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